El International Herald Tribune vuelve a abrir el debate sobre el papel de la publicidad en la implementación de los objetivos de la política del «Gran Medio Oriente». El diario da la palabra a dos técnicos. En cuanto a Maurice Lévy, presidente y director general del grupo Publicis, segundo grupo de medios de difusión en el mundo, milita a favor de la campaña publicitaria que elaboró para el Peres Center For Peace y el Palestinian Economic Forum, con 80 profesionales de la región y el apoyo de la Alcaldía de París «en favor de la paz». Lévy presentó su iniciativa en el Forum Económico Mundial de Jordania, del que es uno de los siete copresidentes, en presencia de la señora
Bush. Afirma que esta campaña podría crear la base popular sobre la que se construirá la paz del mañana. Podemos asombrarnos, sin embargo, del compromiso de Publicis sobre este asunto. En efecto, ¿no es el mismo grupo publicitario al que el gobierno Sharon encargó organizar las campañas de comunicación a favor del Muro de anexión en Cisjordania y que tiene el encargo de la administración Bush de administrar la imagen del ejército norteamericano? Además, el postulado es raro. No es difícil vender la paz a las poblaciones israelí y palestina, los problemas surgen sobre las condiciones de esta paz. Sin contar que los spots televisados previstos giran alrededor del slogan en inglés «We hope someday you will join us» («Esperamos que un día se nos unan»), como si se tratara en realidad e convencer a las poblaciones para que aceptaran la Pax Americana.
El publicista John M. McNeel considera, por su parte, que las campañas de comunicación en el mundo árabe no conducen a nada. Es mejor integrar a las élites árabes al sistema estadounidense. El autor es miembro de Business for Diplomatic Action, un grupo de empresas cuyo objetivo es mejorar la imagen de los Estados Unidos en el mundo a fin de promover las marcas de dicho país y apoyar las ventas. Habiendo comprobado que los Estados Unidos son vistos como una nación hipócrita, considera que publicidades suplementarias no aportarán nada. Recordando los principios de comunicación del «two-step flow», de Lazarsfeld, afirma que es mejor convencer a las élites árabes de apoyar a Washington para que puedan convertirse en las misioneras de la palabra de los Estados Unidos ante las masas.
Aunque llegan a conclusiones diferentes, el postulado de partida de ambos autores es el mismo: el posible que los árabes acepten cualquier política siempre que se les venda bien.
Hasta aquí, para convencer a las poblaciones árabes, la administración Bush ha adoptado el campo lexical de los revolucionarios demócratas. Así, no se ha hecho más popular (¿cómo podría serlo frente a la evidencia de sus crímenes?), pero ha contribuido a desacreditar a los que militaban sinceramente por una democratización del mundo árabe. Un colectivo de intelectuales árabes se indigna en Al Ahram contra la desviación semántica de las palabras «democracia» y «resistencia». Hoy, la primera sirve para justificar una política imperial y la segunda para glorificar el mantenimiento en el poder de potentados locales, quienes afirman su fe en un liberalismo real, inspirado en la experiencia occidental, pero que rechaza la ligereza en los Estados Unidos, país que ya no encarna el modelo que revindica.

Los árabes no son lo únicos en dudar acerca de la política de democratización de Washington. Partidarios de la administración Bush temen que esta retórica coloque a los Estados Unidos en una situación sin salida y los obligue a aceptar regímenes hostiles. En el Daily Star, el investigador del American Entreprise Institute, Michael Rubin, afirma que la administración Bush debe detener todo tipo de ayuda a los movimientos islamistas en el «Gran Medio Oriente» y sólo apoyar en las elecciones a los partidos que le son favorables. Como buen creyente en el «choque de civilizaciones», mezcla a la ligera en su análisis a grupos musulmanes antimperialistas con movimientos islamistas fieles a Washington.
En el Wall Street Journal, el pensador neoconservador Francis Fukuyama impugna estos argumentos apoyándose en el ejemplo del Sudeste Asiático. Como para Filipinas, Corea del Sur o Indonesia, es necesario que Washington comprenda que las democracias formales sirven mejor a sus intereses que regímenes dictatoriales que pueden ser derrocados por el descontento popular. Es cierto que gobiernos electos pueden adoptar políticas contrarias a los intereses norteamericanos, pero el control en la región es más firme desde la democratización asiática de finales de los años 80.