Suena así una canción colombiana dedicada a las prósperas tierras del norte de Colombia, apretada entre las mandíbulas de la guerra, el abandono del Estado y la explotación de las multinacionales. Los megaproyectos hidroeléctricos, mineros, turísticos y petrolíferos; la violencia militar y paramilitar; los desalojos forzosos, la falta de servicios y de soberanía alimentaria marcan la vida de hombres y mujeres wayúu y de su Madre Tierra.

La misión de A Sud recorre La Guajira, de sur a norte, del 2 al 6 de septiembre de 2007, recoge testimonios y conoce situaciones en las que la vida de un pueblo parece siempre violada, y la posibilidad de un futuro es gravemente amenazada. Al mismo tiempo, brilla en el pueblo guajiro la luz de la dignidad, la esperanza y la resistencia.

Es aquella esperanza emanada de la sonrisa de Karmen y demás compañeras de Fuerza de Mujeres Wayúu, asociación que desde hace cuatro años denuncia y busca visibilizar los derechos violados a los pueblos. Junto a ellas, A Sud empieza un camino de colaboración desde hace un año, para llevar sus denuncias ante el Parlamento italiano y otras instituciones locales y que día a día fortalece redes de solidaridad.

En Provincial

La primera etapa del recorrido organizado en la misión fue el resguardo indígena de Provincial. Allí los chicos de la escuela nos reciben con el baile tradicional Yonna y las señoras de la comunidad nos ofrecen comida típica de los días festivos: chivo, yuca, arroz y plátano frito. Aquí viven 480 personas. Las mujeres se dedican en especial a la artesanía, tejiendo bolsas y chinchorros, y los hombres al pastoreo. Las casas son de barro (bahareque) y de lámina de cinc los techos.

A pocos kilómetros del resguardo está El Cerrejón, que, además de ser el cerro que domina el valle, da nombre a la más grande mina de carbón a cielo abierto del mundo. La multinacional Drumond inició actividades allí en los 80, con el lema “carbón para el mundo y progreso para Colombia”. Aún así, no se habla ni de lejos de progreso para las comunidades indígenas, y mucho menos del derecho a la consulta previa, previsto por el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Devastación ambiental y social, además de violación de los territorios sagrados han sido las ‘ganancias’ para los indígenas de la región. El control territorial ha pasado totalmente a manos de la empresa, que para su seguridad cierra las principales vías de comunicación de la zona todos los días, de 6 de la tarde a 6 de la mañana.

“Desde la llegada de la mina, nuestras comunidades han caído en la pobreza. No estamos seguros en nuestras tierras, militarizadas para proteger los intereses de la empresa. La contaminación del agua ha llegado a niveles muy altos, se ha difundido el dengue y otras enfermedades de las vías respiratorias que no existían en pasado”, cuenta Óscar, líder de la comunidad, que añade: “Cuando vamos al doctor, nos dicen que la culpa es nuestra por no tener atención higiénica”. La empresa ‘no raja ni presta el hacha’. Otro eslogan de la minera era “¡Trabajo para todos!”. Hasta el día de hoy, son sólo dos los indígenas empleados en la extracción. Es decir, la empresa sólo les toma el pelo a los indígenas.

La actividad minera afecta en el plano social, ambiental y espiritual: “El aspecto sobrenatural es muy importante en la cultura Wayúu –explica José Ángel: nuestros espíritus han tenido que irse de estas tierras envenenadas y, sin su protección ni armonía con la Madre Tierra, no podemos vivir bien”. Otra soga al cuello de las comunidades del sur guajiro es la represa que se construye sobre el río Ranchería. La promesa gubernamental era: “Agua 24 horas al día”. El resultado: 40 toneladas de pescados muertos y miles de familias sin agua.

En Prai Wepiapáa

Otra etapa de la misión, otro futuro amenazado, otras promesas incumplidas: Estamos en la comunidad de Prai Wepiapáa, municipio de Dibulla. Viven allí desde hace dos años 36 familias, que son 210 desplazados de sus tierras a la espera de reparación. Han escapado de sus tierras en la Sierra Nevada, luego de recibir amenazas del grupo de ‘Jorge 40’, jefe paramilitar del bloque norte de las AUC, y después de la desaparición de uno de los líderes de la comunidad. Ahora viven casi como esclavos en las tierras ‘prestadas’ por un finquero a cambio de trabajo gratuito en campos de maíz, pues se les prohíbe cosechar cualquier otra cosa. Lo del maíz deja el terreno fértil y bueno para la cría de las vacas del hacendado en los meses siguientes a la cosecha.

El gobierno ha asignado al parecer 20 millones de dólares para reubicar a los indígenas y campesinos desplazadas. “Llevamos aquí más de dos años –explica la joven líder indígena Arelis– y, a pesar de que desde hace tiempo identificamos la zona que queremos tener, todavía no hay respuesta del Incoder (Instituto Colombiano de Desarrollo Rural)”.

No hay interés en cerrar el proceso legal destinado a compra y registro de tierras para los indígenas. Las plantaciones de plátanos, los proyectos turísticos y el puerto en construcción elevan el valor de las tierras. Así que para los dueños son más apetitosas las ofertas empresariales que los fondos destinados a la reubicación de desplazados.

En la espera, los habitantes de Wepiapáa viven en casa de barro, esclavos en los campos de maíz, sin acceso a servicios básicos y agua potable, sin transportes y con el apoyo poco útil de los programas gubernamentales que mandan ayudas humanitarias. Estos programas llevaron al contrato de dos maestros, pero sin dotar a la comunidad de escuela ni de sillas, lapiceros, cuadernos o un pizarrón para escribir el futuro de las nuevas generaciones. Y escuchamos otras historias de niños y niñas sin futuro.

En Riohacha

Mientras el huracán Félix pasa a unos 100 kilómetros de La Guajira y las calles están totalmente inundadas, la misión se dirige hacia Riohacha. Aquí también los megaproyectos mineros, turísticos y de una camaronera provocan privatizaciones, militarización de las tierras y desalojo de las comunidades indígenas, muchas de las cuales huyen hacia Venezuela, siendo los wayúu un pueblo binacional.

Cerca de Riohacha está el basurero municipal. Allí trabajan hombres, mujeres, jóvenes embarazadas y más de 450 niños, todos indígenas wayúu. El sitio ocupa los territorios ancestrales indígenas y su presencia afecta a 12 comunidades y más de 2.000 personas. “Además de contaminar las aguas, provocar enfermedades e infecciones –explica Livia, de la comunidad de Carautamana–, el trabajo en el basurero ha generado una ruptura del tejido social y la identidad wayúu: somos artesanos y pastores, no recicladores”. Hoy son cientos los wayúu obligados a trabajar en condiciones inhumanas, en medio de decenas de puercos y miles de buitres.

Desde hace varios años, organizaciones de derechos humanos luchan para que se cierre el basurero pero “nada se logra con las demandas si no se tiene ‘padrino’ o ‘madrina’ política –sigue Livia. Vivimos en condiciones espantosas y, como hace 500 años, tenemos que movernos en burro y caminar kilómetros para buscar agua potable”.
El pueblo wayúu ha logrado tradicionalmente el abastecimiento de agua con los jagüeyes, pozos tradicionales. Hoy el agua de lluvia llega a esos pozos, arrastrando residuos de carbón y la contaminación que deja el basurero. Nos movemos hacia el norte, a Uribia, conocida como la ‘capital indígena de Colombia’. Un gran parque de energía eólica se ha construido en esta zona y otros están en construcción en la comunidad de Media Luna.

Una vez más los testimonios describen la realidad de un proyecto impuesto a punta de fuerza y engaño, sin consulta previa a las comunidades locales. “Se aprovechan de la ignorancia de la gente para meter sus proyectos”, como cuenta un profesor indígena. En Manaure están las salinas, donde cientos de indígenas, hombres, mujeres y niños wayúu trabajan todo el día, arrastrando bajo el ardiente sol pesadas carretillas de sal. Todo por menos de 6 ó 7 euros al día. Para muchos, ésta es la única posibilidad de trabajo.

En Mashoü

La misión sigue hacia la región de Maicao, asomada al golfo de Venezuela. Al resguardo de Mashoü llegan casi 100 hombres y mujeres a reunirse con los miembros de la misión internacional y contar, bajo la sombra de un árbol centenario, sus trágicas historias. Son parte de la recién creada asociación de victimas del paramilitarismo, nacida gracias a Fuerza de Mujeres Wayúu. Para muchos de ellos es la primera vez que denuncian al exterior lo que han sufrido. “Las denuncias nos pueden costar la vida”.

Hay historias de saqueos y nocturnas incursiones paramilitares en las casas, de robo de animales, chinchorros, dinero y de pequeñas riquezas. Siguen los testimonios de una mujer a quien le dispararon cuando amamantaba; de madres a quienes les mataron a sus numerosos hijos; de jóvenes secuestrados en la carretera cuando regresaban a casa; del pago de rescates millonarios que no lograron el retorno de los retenidos; de continuas amenazas, de hombres y mujeres obligados a dejar sus tierras por temor. La excusa para masacrarlos es la acusación de ser paramilitares o guerrilleros. La justificación para que estos crímenes se queden en la impunidad es que se trata de conflictos interétnicos.

Los wayúus, organizado en clanes y con estructura matrilineal, son un pueblo guerrero que “respeta las leyes que impiden, por ejemplo, la inclusión de una mujer en un conflicto” –explica Karmen. Cuenta con sistemas internos para resolver conflictos a través de la compensación y la mediación del palabrero, especie de sabio comunitario.

Unos 200 crímenes han sido cometidos en esta zona en los últimos años por parte de los paramilitares, militares y fuerzas de orden público. De estos crímenes, 94 han sido cometidos en sólo ocho rancherías. Y lo más grave es que todos ocurrieron luego del supuesto proceso de desmovilización de los ‘paras’ promovido por Uribe.

La realidad es muy diferente de la que publicita el gobierno. Si hay algo nuevo en la región de Maicao es la voluntad de crear redes, organizarse y hacer sentir la propia voz, como demuestran todos aquellos que, con gran emoción y gran fuerza, han contado su vida ante representantes de organizaciones sociales, de una parlamentaria italiana y la prensa alternativa nacional e internacional.

La emoción crece cuando, concluidos los testimonios, nos dirigimos a Cuatro Vías para inaugurar la Casa de las Mujeres Wayúu, proyecto promovido por Fuerza de Mujeres Wayúu, junto con A Sud y el Comité Piazza Carlo Giuliani. Se construyó en un lugar estratégico: por allí pasan, además de las principales vías de comunicación de la región, el tren que transporta el carbón del Cerrejón y el gran gasoducto pensado por la venezolana PDVSA. A pocos metros de la casa hay un puesto de control del ejército. Una placa recuerda a Carlo Giuliani Ragazzo, asesinado durante las manifestaciones contra la cumbre del G8 en Génova (Italia), en 2001, mientras luchaba por los derechos de los pueblos.

Una anciana bendice la casa según el ritual tradicional. Así se alejan los espíritus malos. Será en esta casa donde las mujeres de Fuerza de Mujeres Wayúu continuarán articulando su camino de resistencia, recogiendo denuncias, afirmando el derecho al territorio, creando redes nacionales e internacionales para decir: ¡ya basta a la violencia, a la impunidad y al silencio! Y para darle, juntos, un futuro mejor a la dama Guajira.

Por: Francesca Minerva
www.asud.net