Hoy, más que nunca, las elecciones manifiestan sus contradicciones, sus límites y su inviabilidad institucional, jurídica y política, el fracaso del sistema político y de partidos, ubicados por encima de la sociedad. No responde, si es que alguna vez lo hizo o alguien creyó que esa quimera lo encarnaba, a las necesidades del accidentado proceso impulsado hace décadas por las mayorías, que aspiran a ejercer su derecho inalienable para gobernarse a sí mismas a través de una democracia participativa y no su parodia delegativa; en un régimen basado en los derechos básicos, la igualdad y la libertad política, la justicia, el respeto y la inclusión de las minorías, con un gobierno consensuado, legitimado por las leyes, respetuoso y subordinado al estado de derecho y al mandato social; en un sistema de justicia económica, distributivo, incluyente, que atienda el bienestar general y someta al capital.
Por el contrario, simbolizan los esfuerzos de las elites por tratar de abortar cualquier intento de cambio reformador y democratizador del Estado, con el objeto de restaurar y reforzar, por cualquier medio, el corrompido y despótico sistema presidencialista mexicano, administrado al alimón por el Partido Acción Nacional (PAN), el Partido Revolucionario Institucional, con la participación periférica de los partidos mercenarios y la complaciente izquierda institucional, que ha preferido emascularse a sí misma para medrar de los marginales despojos del poder que disfruta.
El proceso electoral, sus representantes y sus instituciones –el Instituto Federal Electoral (IFE) y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación– naufragan en su propio ridículo y descrédito: entre los abusos del poder y la subversión de las leyes por parte de la extrema derecha panista, que trata de mantenerse encaramada en el gobierno por medio del espantajo de la inseguridad que ha fabricado y magnificado con su estrategia de desinformación, en aras de aterrorizar, paralizar y someter a la población; con su agitación de las fétidas aguas del sistema y el manejo faccioso de los aparatos represivos del Estado con los que se pretende amedrentar, acorralar y golpear a la oposición, sin preocuparle que con ello agudice la disconformidad y la polarización social, el riesgo de la desestabilización política del país y la emergencia de la violencia contra el régimen, escenario descompuesto que promueven deliberadamente Felipe Calderón y los grupos dominantes, porque les es útil para justificar la espesa y amenazadora sombra golpista que el michoacano empezó a proyectar desde su primer día en la Presidencia y que se ciñe gradualmente sobre el país para tratar de consolidar su poder de facto, ante la complacencia de los partidos y los otros poderes de la Unión; entre la más grave crisis económica desde 1932 y la acrecentada descomposición social, engendradas en las entrañas del colapsado proyecto neoliberal de nación, instrumentado por priistas y panistas.
En las condiciones actuales, las elecciones son absolutamente inútiles. Mientras no existan mecanismos institucionales como el de revocación de mandato, de referendo, que obliguen a los funcionarios a cumplir eficientemente sus responsabilidades y sus promesas de campaña, que estimulen y permitan la participación activa de la población en la vida política de la nación para que pueda premiar, sancionar y remover a sus representantes y otros empleados públicos durante el transcurso de sus actividades, los sufragios carecen políticamente de sentido. En ese sentido, cualquiera de las variantes del voto, el llamado “duro” o religioso acto de fe clientelar por un partido, el de “castigo”, el nulo o la abstención, se tornan falsos dilemas. Sólo sirven para legitimar a un sistema político y a los grupos dominantes, que los capitalizará para pregonar líricamente su “humildad” y “respeto” ante las decisiones del electorado y las virtudes de la inexistente “pluralidad democrática” de México, mientras continúan actuando impunemente, por encima del derecho, sin sobresaltos, sin riesgos, según sus intereses sistémicos.
El proceso electoral es funcional a las elites por su perversión inherente: es delegativo, promueve la pasividad, la desmovilización y el desencanto social. Les concede tres o seis años, al menos, para cometer descaradamente sus tropelías, al margen y contra la población que, impotente, no puede hacer nada más que asumir los costos, además de que en el inter o después son protegidos desde los laberintos del poder. ¿Qué pudo hacer legalmente la sociedad en contra de los asaltos del Estado cometidos por Carlos Salinas de Gortari o Calderón? ¿En contra de Vicente Fox, en cuyo mandato floreció la opulenta hiedra de la corrupción? ¿En contra de las sospechas en el mismo tenor que rondaron o merodean alrededor de Juan Camilo Mouriño, el nuevo mártir de los neocristeros, o Petróleos Mexicanos? ¿Quién puede promover la sustitución de los responsables de la crisis actual, como son los casos del propio Calderón, Guillermo Ortiz o Agustín Carstens?
La edad de la inocencia política de la población le garantiza a las elites la preservación del statu quo, retocando periódicamente el maquillaje, a ratos de manera grotesca, como sucedió con la reciente contrarreforma electoral, para tratar de ocultar el ajado rostro del despótico presidencialismo. El desempeño de los supuestos cancerberos electorales ha sido estrambótico. Junto a ellos, el salinista José Woldenberg es un santo de una “democracia” electoral tan vapuleada hoy día y como antes. Una “democracia” que premeditadamente fue acotada en la difusa calleja electoral del sistema, mientras en el resto de sus vericuetos relumbra ominosamente su faz autoritaria.
Ese callejón electoral sin salida está cada vez más acotado y deslustrado, merced a la sórdida tenacidad de los partidos por recrear y pulimentar las añejas y espurias prácticas que se enseñoreaban con el antiguo régimen; por la calidad en la elección de un gran número de sus vergonzantes candidatos a “representantes” públicos –deportistas o de la farándula, por ejemplo– que, de triunfar, jamás volverán a ver a sus electores y serán campeones de la ignorancia legislativa, jurídica y política, la indolencia y la ineptitud, generosamente remunerados, legal y a veces oscuramente, sin que ruborice a los dirigentes, porque no les importa el nombramiento de un político mediana y peligrosamente racional, comprometido con los intereses nacionales, sino el dedo, el voto leal de una cosa a menudo bovina aposentada en los mullidos asientos del Congreso. Esos “preclaros” aprobadores de “leyes” que mayoritariamente pastan en las cámaras y que tanto encomia mentirosamente el IFE, a sabiendas de que el Congreso se ha convertido en un circo, que las leyes son resultado de las catacumbas, del juego palaciego de los jefes de las tribus, uncidos al Ejecutivo, los panistas y los priistas que, de esa manera, negocian sus cuotas de poder y velan por los intereses del sistema, los partidarios y los personales, excepcionalmente los sociales. Por sus falaces promesas de campañas que nunca cumplirán, difundidas hasta el aturdimiento y el hartazgo por el IFE; por su carencia de contenidos, oprobiosamente adornadas con lo que nunca han sido y han hecho.
En ese estulto arte, el partido de los “verdes” resultó un alumno aventajado. Esa franquicia que ha saqueado la mitad del rebuzno del facho José Millán-Astray, que arranca suspiros de neofranquistas, como José María Aznar, Calderón, Manuel Espino, Norberto Rivera y otros frailes mexicanos: “¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!” El panismo, encabezado por Calderón y Germán Martínez, el operador de los trogloditas de ese organismo, ha sustituido las ideas con su destreza en el rumor catastrofista, el trabajo sucio; exalta la ilegal cruzada contra la transgresión y, cínicamente, trata fallidamente de trastocar el fracaso en la conducción económica en un exitoso futuro luminoso. Sin embargo, su brutal deseo y envilecimiento de la política será vano. En la recomposición de la Cámara de Diputados, esa agrupación quedará impotentemente disminuida y Calderón se verá obligado a pagar más caras sus próximas “relaciones carnales” con los priistas que, probablemente, sin aplicarse demasiado, ampliarán su presencia, gracias al voto de “castigo” en contra de la extrema derecha. Para aclaración de los malpensados, tomo prestada la cariñosa expresión acuñada por el artífice de la política exterior menemista, Guido Di Tella, quien así denominó la relación que en ese momento tenían Argentina y Estados Unidos, junto a la seducción ejercida por los ositos Winnie Pooh y la Gran Bretaña.
Será una relación aun más tortuosa entre clanes de la extrema derecha, porque en eso ha devenido el antiguo partido de Estado, desde Miguel de la Madrid, liderado por priistas como Manlio Fabio o suspirantes como Enrique Peña. Los priistas se sienten más cómodos sin una identidad definida; pueden mimetizarse fácilmente; no les angustia su turbio pasado y presente; esperan cómodamente que el desencanto vuelva amnésicos a los votantes, como generalmente demuestra la experiencia histórica. En el espectáculo de arrojarse lodo, los priistas han demostrado que son tanto o más diestros que sus hermanos siameses, los panistas. Estos últimos presienten, con fundadas razones, que julio es, paródicamente, la crónica de su derrota anunciada, que será un paso más de su ulterior salida lastimosa de la Presidencia, y lucharán cruentamente por tratar de darle un mentís a la sibila. Desempolvan su espada de san Gabriel para derrotar al mal, al dinosaurio. Aquellos se aprestan para el retorno en un enfrentamiento que puede ser brutal, si es que no negocian como lo hizo Ernesto Zedillo, que “amigablemente” abrió las puertas de acceso a la ultra y le entregó el trono al locuaz Vicente Fox.
Los chuchos perredistas, en su esfuerzo por presentarse como la “izquierda civilizada”, han montado una campechana y estrafalaria publicidad rosácea, que, sin duda, debe ser un deleite para los sicoanalistas, por su tufo de lactante regresión, más que para los votantes progresistas, anhelantes de cambios, aunque sean circunscritos a la esfera electoral. Se convirtieron en los chespiritos o los chabelos de la política.
Las elecciones se han convertido en una especie de casa de citas. Todo mundo las manosea y pervierte el proceso. Las televisoras, los partidos o el Ejecutivo violentan sistemáticamente las leyes electorales y sus funcionarios actúan desatinadamente. Los convirtieron en los bufones de la Corte, con su propia ayuda. La Iglesia Católica hace algo peor, ante la complacencia de dichas autoridades (Calderón y el Congreso), pisotea la Carta Magna al intervenir abierta y desafiantemente en la política, a favor del PAN. Dios toma partido por la ultra, o para ser precisos, sus terrenales representantes. Los frailes de Guadalajara lo declaran como “ejemplo de nobleza”, luego de que el gobernador de ese estado les entregó ilegalmente parte del presupuesto, unos cuantos “millones [de pesos] que serán para los pobres” (La jornada, 5 de febrero de 2009).
En julio de 2007, la iglesia de esa entidad, como la inquisición, emitió su lista de los “buenos” y los “malos”, “los partidos de Dios”, con el PAN a la cabeza, por supuesto, y “los partidos del demonio”. Asimismo, publicó su “decálogo de pecados electorales”. Recientemente, Manuel Corral, encargado de relaciones institucionales del episcopado, señaló que los partidos políticos y el mismo IFE deberían estar “contentos” y “agradecidos” por la labor social [electoral] de la iglesia, y que si pretenden callar al clero, “tendrán que amordazarnos” (El Universal, 31 de mayo de 2009). Es obvio que todo se inclina por el gobierno de nuestro Estado confesional. ¿Y el nuevo iluminado de gobernación, Fernando Gómez Mont, qué dice y qué hace ante la provocación de los ensotanados? No tiene tiempo para minucias. Con el asalto a Michoacán, que rompió el pacto federal, delineó los límites de la cruzada calderonista: la defensa de la política, del servicio público y de los partidos. Para ellos vale su expresión velada: “Que nadie se jale la marca”.
Desde luego, la elección no será sencilla y más de un elector, seducido por el principio del voto de “castigo”, enfrenta un trágico problema: apostar por la continuidad oscurantista, ruda, que se ha afanado en destruir las conquistas ciudadanas y acotar las libertades civiles, que sueña con crear el Estado confesional, el reino de su mítico dios en México, por ese partido puesto al servicio del capitalismo depredador y la intolerante Iglesia Católica, o el retorno de un turbio y sangriento pasado, tan despótico como el panista, ese pasado priista que, en realidad, nunca se ha ido, está presente; cogobierna con el PAN.
Más allá de ese panorama estrecho, están presentes dos hechos de mayor trascendencia. Uno de ellos es fin de la ilusión y las expectativas del cambio hacia la democracia participativa a través del espejismo electoral. Esto no deja a la población más que la opción de la protesta cívica, por los cauces civiles, para forzar la reforma del Estado.
El otro, para usar las palabras del polítólogo Guillermo O’Donnell, que, para el calderonismo y priismo, “los controles propios del constitucionalismo de la democracia representativa no son sino molestias que deben ser anuladas, cooptadas y/o en lo posible, ignoradas”. Calderón pretende resolverlas con sus pasos hacia el Estado de excepción. Como sociedad, no nos queda más que luchar por desplazar a esos grupos dominantes que obstaculizan la democratización de la nación.
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