La concepción que está detrás de la evaluación docente es un retroceso histórico en términos pedagógicos. Si de revolucionar se trata, no se puede seguir afirmando el empirismo y el formalismo.
Si se concibe a la educación como el mecanismo para adaptar a un individuo al medio, para que asuma lo que existe en la sociedad como algo natural y eterno, para que entienda que no le queda más que adecuarse a esa realidad, la política que el ministro de Educación Raúl Vallejo impulsa es la mejor. Sobre todo si se trata de que las nuevas generaciones de profesionales que salgan del sistema de educación pública, acepten sin cuestionamientos la concepción que el Estado imponga.
Lo que está en el fondo, en el tema de la evaluación docente, es un retroceso histórico en cuanto a concepciones pedagógicas, no un avance o un mejoramiento de la educación. Recordemos un poco la historia:
Si el filósofo griego Platón, en su obra “La República”, propuso un sistema social y político altamente jerárquico, con divisiones sociales acentuadas, fue porque su pensamiento correspondía a la etapa esclavista de desarrollo de la sociedad. Para él existían tres tipos de grupos sociales, bien diferenciados: los gobernantes, poseedores de la virtud de la prudencia y de una alma racional, que eran los pensadores; los guardianes, que tenían la virtud de la valentía y eran una estirpe pura de guerreros que no se mezclaban para nada con las clases inferiores. Y, en la base de esta estratificación, los trabajadores, que eran poseedores de todos los defectos que se podían pensar en esa época: eran lujuriosos, deshonestos, desenfrenados, egoístas, etc., por lo que requerían ser controlados, dominados. Los trabajadores debían obediencia y gratitud al gobernante por permitirles servir. El fin supremo de la educación, para Platón, era formar “guardianes del Estado”, que supieran obedecer según la justicia. Y la justicia para él se lograba “a condición de que cada clase social realice su función propia, sin amenazar el equilibrio general ni intentar cumplir funciones que no le corresponde”.
Y si eso ahora nos suena descabellado, no es menos fea la forma de mirar la educación en la Edad Media. Denominada la época del oscurantismo, aquí la fe primaba sobre la razón. La ciencia era tal en tanto y en cuanto servía al poder para su dominio. Los monasterios e iglesias se convirtieron en las escuelas de esta época, unas destinadas a la instrucción de los futuros monjes y otras destinadas a instruir al “bajo pueblo”, en las que se enseñaba no a leer ni a escribir, sino “a familiarizar a las masas campesinas con las doctrinas cristianas, y mantenerlas por lo tanto en la docilidad y el conformismo”.
Para revolucionar esta situación llegó la etapa liberal, capitalista, en la que la educación se convirtió en un derecho. Era considerada un medio para la emancipación de los dogmas y supersticiones del feudalismo y oscurantismo de la Edad Media. Esto en un primer momento, porque luego, en el período en el cual el capitalismo se afirma y llega a su fase monopólica, imperialista, la naturaleza de la educación, la ciencia y el conocimiento cambian. La ciencia se somete, como fuerza productiva, al servicio del capital; la educación de mecanismo de emancipación de los dogmas se convierte en educación para reproducción del sistema capitalista y de afirmación ideológica de las clases en el poder. Comienza un largo proceso de segregación, elitización y decualificación: educación privada “buena” para las clases pudientes y educación pública “para los de abajo”, deliberadamente pensada y trabajada para que baje de calidad. El Estado asume la responsabilidad de planificar, organizar, dirigir y controlar lo que se tiene que enseñar para que las clases oprimidas sigan siendo tales, y acepten esa realidad como la única e invariable. El currículum se vuelve un instrumento “técnico” para ejecutar dominio, para reproducir las inequidades de clase, étnicas, de género, etc.
Este es (de manera muy breve y resumida, por cierto) el proceso histórico que ha vivido la educación. Y lo que el presidente Correa llama “la larga y oscura noche neoliberal”, haciendo parangón con la época oscurantista del siglo XVI, acentúa la lógica mercantilista de la educación con la que nació el capitalismo. Tener ciudadanos “competentes”, para desempeñar “funciones” predeterminadas socialmente es lo que le interesa al sistema, no la facultad crítica de análisis e interpretación de la realidad, que permitan luchar por transformarla. Desde esta perspectiva, tomar un examen a un profesional para que demuestre esas “competencias” es imponer este pensamiento, es apagar toda luz de reflexión y libertad.
Pensar en una educación impuesta desde el Estado, sin participación en su definición de quienes son actores directos de este proceso, bajo el supuesto de que el Estado representa a la sociedad toda, sus valores y derechos, es reproducir viejos esquemas del poder, es implantar una “República”, al estilo de Platón; o convertir a las escuelas y colegios en los monasterios donde se forme a los nuevos obedientes y no a individuos deliberantes, transformadores.
Mediocre, entonces, será el que pretende llevar a la educación para atrás y no para adelante. La excelencia, que tanto se invoca, no es más que la que el sistema exige para mantener las cosas como están, porque caracteriza a individuos que más que sentido de patria lo que tienen es folders llenos de títulos y suficiencias, seres humanos altamente individualistas, que más que conciencia tienen bases de datos en su cerebro. Verdaderas computadoras humanas que funcionan cuando alguien, a quien nunca se ve, aplasta los botones de mando. Y si eso es cambio… mejor no cambiar.
Históricamente está demostrado que la historia camina hacia adelante, que el cambio viene por procesos revolucionarios en las estructuras económicas, materiales, de existencia de la sociedad, y las consecuentes transformaciones revolucionarias en la esfera de las ideas se constituyen en un reflejo de estos procesos, aunque, como lo demuestra la dialéctica materialista, también estas últimas afectan a la base material. Si de revolución se habla, entonces, no se puede sustentarla en viejas concepciones y viejas prácticas, resulta un contrasentido histórico. Y la imposición de un pensamiento, conservador en esencia y revolucionario en apariencia, a través de la fuerza, no hace sino configurar un ejercicio del poder desde el ángulo opresor.
Ahora queda claro a qué se refería Rafael Correa cuando anunció, luego de su reelección, que radicalizaría el cambio; en realidad quiso decir: en el Ecuador, desde este momento, se piensa como yo pienso, y se hace lo que yo digo. Es su idea de revolución ciudadana...
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