Son las dos caras que siempre acompañan la moneda constitucional de los derechos humanos y que los constitucionalistas de la Revolución de 1910, del constituyente de 1917, en Querétaro, el 5 de febrero, llamaron garantías. Así que votar es un derecho y una obligación; como también, una vez candidato, dentro de la democracia representativa, es un derecho y una obligación ser votado.

Desde Madero hasta estas elecciones (con el golpe de Estado de Victoriano Huerta), los ciudadanos mexicanos hemos asistido a las urnas federales, que no coinciden con el resto de los procesos electorales –de aquí la necesidad de unificarlas para dejar de ser una nación en constantes elecciones, uno de los factores del cansancio y hartazgo contra los partidos–, más de 500 ocasiones.

Ya hubo dos intermedias durante las fallidas alternancias de una derecha que no le hizo el honor a su antecedente maderista y que se encamina a no dejar más huella política que la de haber tenido oportunidad y dejarla inédita.

El foxismo fue la degradación política, y el calderonismo está siendo la decadencia militarizada de un intento por legitimarse. Ninguno de los dos fue más allá de continuar el desmantelamiento de lo que restaba del Estado de bienestar, que fue desapareciendo con las privatizaciones de un priismo con viraje panista.

Estas elecciones parten por la mitad al malogrado sexenio derechizante, caracterizado por el mal gobierno y la ingobernabilidad, referidos a la incapacidad e ineficacia para dirigir la economía. Pues el calderonismo no pudo ni supo “traducir los mandatos de los electores en políticas realistas”, generando “la pérdida de confianza en el gobierno… y es que la ingobernabilidad está fuertemente relacionada con la legitimidad y la autoridad del gobierno” (Enciclopedia de las instituciones políticas, Vernon Bogdanor, editor).

Había que ir a votar (y otros a botar: echar fuera a alguien, anulando el sufragio echando a perder la boleta). Republicana y democráticamente, el Estado de partidos es el medio para los fines de la representación, y es que “la democracia no puede vivir (ni sobrevivir) sin los partidos” (El Estado de partidos, Manuel García Pelayo).

Se trata de la democracia indirecta, la que sustenta en representantes propuestos a la ciudadanía a través de los partidos, a los que ahora el sufragista mexicano imputa toda clase de descalificaciones y enmarca en el descrédito para botarlos.

La alternativa: votar o botar se planteó abierta y públicamente. Los abstencionistas tradicionales, y más en elecciones intermedias, permanecieron al margen de la disputa-propuesta. El Instituto Federal Electoral, al igual que los partidos, tachado por los ciudadanos como inútil, entró en pánico ante los llamados a la anulación por medio de votantes activos que irían a las urnas a botar a los partidos y sus candidatos.

Millones de ciudadanos están desilusionados, decepcionados de los partidos. Un malestar político ante quienes, una vez electos, actúan como facciones de sus intereses personales y sus grupos, mientras disponen de los recursos que reciben de subsidios con cargo a los dineros del pueblo.

Y cada electo goza de sueldos y prestaciones cuantiosos, por desempeñar sus cargos al servicio de cuestiones que no benefician en lo general a la nación, sino a los gestores de las empresas o los partidos se entregan a sus causas particulares.

Los que fueron a botar anularon sus votos, como protesta a toda la elite en el poder, que gobierna para sus intereses o no saben hacerlo por miedo, por incapacidad, mientras la economía vomita despidos de trabajadores que se suman a los desempleados; el alza de los precios impide el consumo; caen las exportaciones y se reducen drásticamente las remesas de los esclavos mexicanos que aún tienen trabajo estadunidense.

Los electores mexicanos quieren pasar de la democracia representativa e indirecta a la democracia directa… sin representantes; a aquélla la consideran un estorbo; representantes que no cumplen con sus ofertas de campaña. A unos pocos los hicieron firmar ante notario público sus compromisos.

El domingo, los votantes y los botantes llegaron a las urnas. Si bien la Revolución Francesa (1789) generó la concepción de la representación sustentada en el ciudadano, fue hasta la Revolución, también francesa, de 1848 (anunciada por Tocquevielle), la creadora de los movimientos por una democracia representativa, bajo el lema: “Un hombre, un voto, un valor”, hasta que la mujer conquistó su derecho a votar en la lucha por la igualdad política, social, cultural y económica.

Impulsar masivamente al voto no ha sido posible en nuestro país y ha ido a mucho menos con un abstencionismo creciente y, ahora, el movimiento para anular el sufragio. Los que anularon su voto cumplieron con su derecho y obligación de votar, aunque lo hicieron para botar a los candidatos y a sus partidos.

Y los que sí votaron mantuvieron a toda asta la bandera para impedir el vacío político que atrae el golpismo, cuando ya la manu militari hace las veces de policía y pone en jaque mate al Estado de partidos. Sin éstos y sin los ciudadanos que votan, lo único posible es la entronización de la mano dura.

Ya de por sí la nación está en crisis política y crujen las amarras de su constitucionalismo, mientras pone en la picota al presidencialismo que el panismo ha llevado a su final en medio de más abusos del poder: más caciquismo de los desgobernadores y su complicidad con presidentes municipales y las delincuencias para neutralizar a las instituciones, mientras jueces, magistrados y ministros se corrompen.

Había que ir a votar… y botar, este primer domingo de julio, donde la televisión confunde política con publicidad. Por las casillas recorridas, en el campus defeño, los ciudadanos iban decididos, quizá para anular, quizá para votar, en un activismo que anunciaba un paso atrás del abstencionismo; y no fue así; pero el voto nulo se disparó.

El Partido Revolucionario Institucional (PRI), como se vislumbró en las encuestas, se llevó las elecciones con su primera mayoría o primera minoría (depende del cristal a través del cual se mire) en el Congreso. De las seis gubernaturas, casi las seis; y el Partido Acción Nacional (PAN) pasó a segunda fuerza nacional.

Se queda atrás el Partido de la Revolución Democrática, aún con sus mermados triunfos en la capital del país, donde compitieron contra los panistas, mientras los priistas, deportivamente, sólo se presentaron en las boletas. El resto de los partidos: Partido del Trabajo, Verde-Ecologista (muy relevante), Convergencia, Panal y Socialdemócrata están en la cola. Y uno o dos en la tablita para perder su registro.

Pero fuimos a votar… y botar… ¡Cuidado con los anulistas, que amenazan con deslegitimar el próximo proceso electoral, cuando el PRI se asuma rival para arrebatar la Presidencia de la República al PAN!

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Fuente: Contralínea 141