La ley de comunicación, cuarta versión, está por ver la luz. Los plazos así lo exigen. Y usando el sentido común es fácil deducir que, con lo avanzado hasta ahora por la comisión “especialísima” nombrada para el efecto por la Asamblea, lo que al final aparecerá será un cuerpo legal ya elaborado con anterioridad, en alguna catacumba de la “revolución ciudadana”.

La censura previa y la responsabilidad ulterior


Es uno de los temas más controversiales del debate. La cuestión está en definir qué se entiende por censura previa, y qué por responsabilidad ulterior.

La censura previa nace con el periodismo como actividad de difusión masiva, en Inglaterra, bajo el reinado de Enrique VIII, en 1529, cuando la imprenta de Gutenberg se generaliza y se inicia una profusión de materiales impresos que asustan al poder. Se establecen entonces listados de libros prohibidos de publicar. La revolución liberal-burguesa combatirá esta medida, en función de permitir el libre cauce de sus ideas en confrontación al régimen feudal, pero cuando triunfa su revolución y la libertad de prensa adquiere dimensiones incontrolables para ellos, puesto que comienzan a aparecer publicaciones de la clase obrera que buscan persuadir de la necesidad de impulsar la revolución mucho más allá de lo que los burgueses querían, se decide instituir otro tipo de censura: el impuesto al timbre, es decir, un impuesto al papel que hacía que solo los poderosos pudieran costear la producción de periódicos.

Con la consolidación del capitalismo como sistema, este tipo de controles tan directos, ceden el paso a formas más disimuladas de censura. Los costos prohibitivos de acceso a las tecnologías sigue siendo la más efectiva, así como las condiciones de concesión de frecuencias del espectro radioeléctrico por parte de los Estados. En los países capitalistas, las regulaciones sobre la comunicación y los medios van en el camino de impedir que las ideas revolucionarias se difundan de manera libre; se argumentan sobre todo, razones de seguridad del Estado. Como censura previa se debe entender también al control que ejercen los monopolios (e incluso el gobierno) sobre las líneas editoriales de los medios, a quienes condicionan a cambio de contratar millonarios espacios publicitarios.

El primer numeral del artículo 18 de la actual Constitución establece con claridad la prohibición de la censura previa, con lo cual los empresarios están de acuerdo. Esto debido a que miran al gobierno como su principal contradictor, y desean impunidad para continuar conspirando. Por eso ellos sostienen que todo tipo de normativa sobre la comunicación, los medios y la actividad periodística en general, constituye de por sí, censura previa. “La mejor manera de respetar la libertad de expresión es sin ley”, dicen. Cuestionan entonces aquel artículo aprobado recientemente por la comisión especial de la Asamblea, en el que pese a ratificar la prohibición de la censura previa se establece también la responsabilidad ulterior de los periodistas, y se deja abierta la posibilidad de reglamentaciones posteriores que normen esa responsabilidad.

En este escenario, es evidente el interés de controlar a los medios que tiene el gobierno, y el interés por parte de los dueños de las empresas, de mantener la dictadura informativa, mientras los pueblos siguen quedando excluidos, considerados como meros receptores pasivos de la información que otros construyen.

Desde la perspectiva de la izquierda revolucionaria, la calentura no se la puede buscar en las sábanas. Es absurdo partir del supuesto de que el periodismo sea una tarea neutral, imparcial, aséptica, para establecer entonces que el periodista deba actuar sin interés alguno sobre los hechos que registra, procesa y elabora, y que, por tanto, la información deba ser inmaculada. No se le puede exigir a ninguna persona, y mucho menos al periodista, que para cumplir con los supuestos “deontológicos” del periodismo, se vuelva extraterrestre, fuera del mundo para realizar su trabajo. Lo que debería ocurrir es una transparentación de esta actividad, que la ley obligue y controle que los medios expongan de manera clara y frontal los intereses que defienden con su línea editorial, que hagan pública la nómina de sus accionistas y dueños, para poder saber entonces desde qué perspectiva hacen comunicación. Y para que los periodistas hagan de manera honesta su labor.

A partir de ello, que se haga efectiva la democratización de los medios, en el sentido de redistribuir de manera equitativa las frecuencias, y que el Estado fomente medios públicos en los que se exprese la diversidad cultural de los pueblos, y se promueva una pluralidad política.

Pero, sobre todo, se debería diferenciar bien el tipo de comunicación que realizan los medios privados, comunitarios y públicos, no puede valorarse con los mismos parámetros a los tres. Es absurdo exigir a un medio comunitario la profesionalización de sus periodistas como condición para que puedan procesar y difundir información. Resulta un criterio segregacionista, odioso. Un título universitario no puede ser lo único que garantice el derecho humano a la comunicación que todos los ecuatorianos debemos tener.

El periodismo es una actividad realizada por seres humanos que, subjetivamente, seleccionan una parte de la realidad, la procesan según sus intereses y con ella elaboran sentido para difundirlo masivamente. Es una actividad en la que pesan el interés de los dueños del medio, y las perspectivas del periodista. Entonces, no puede seguirse pensándolo como una actividad exclusiva de ciertos profesionales; debe ser un derecho de los pueblos. El papel que deberían jugar los profesionales titulados del periodismo es el de facilitadores técnicos del ejercicio de ese derecho, no el de sus dueños exclusivos.