Este artículo este parte del libro De la impostura del 11 de septiembre a ‎Donald ‎Trump. ‎Ante nuestra ‎mirada, la gran farsa de las primaveras árabes.‎

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Las «primaveras árabes»,
organizadas por Washington y Londres

Al disolverse la Unión Soviética, las élites estadounidenses creyeron que el fin de la tensión de la guerra ‎fría traería un periodo de comercio y prosperidad. Pero una facción del complejo militaro-industrial impuso ‎el rearme, en 1995, e inició una política imperial particularmente agresiva, en 2001. Ese grupo, que ‎se identifica con el «Gobierno de Continuidad» previsto en Estados Unidos en caso de destrucción de las ‎instituciones electivas, preparó con gran antelación las guerras contra Afganistán y contra Irak, que ‎se iniciarían sólo después de los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001. Ante su fracaso militar ‎en Irak y la imposibilidad de atacar Irán, ese grupo modificó sus planes. Adoptó el proyecto británico ‎para el derrocamiento de los regímenes laicos del Medio Oriente Ampliado y el rediseño general de toda ‎la región, que debía quedar dividida en pequeños Estados administrados por la Hermandad Musulmana. ‎Poco a poco, esa facción estadounidense se hizo del control de la OTAN, de la Unión Europea y de ‎la ONU. Sólo después de haber causado varios millones de muertes y de haber dilapidado millares de miles ‎de millones de dólares, ese grupo se verá cuestionado –en los propios Estados Unidos– por la elección de ‎Donald Trump. Algo similar sucede en Francia, donde Francois Fillon, candidato conservador a la ‎presidencia de la República, se pronuncia contra las guerras iniciadas en el Medio Oriente.

De izquierda a derecha, el secretario de Defensa Donald Rumsfeld, el presidente ‎George W. Bush y el vicepresidente Dick Cheney‎.

Supremacía de Estados Unidos

Al término de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos era la única nación victoriosa que no había ‎sufrido los estragos de la guerra en su propio suelo. Explotando esa ventaja, Washington optó por ‎suplantar a Londres en el control de los territorios que habían sido parte del Imperio británico y por ‎entrar en conflicto con Moscú. Durante 44 años, el fuego bélico del conflicto mundial fue sustituido por ‎la guerra fría. Al cabo de todos esos años, cuando la Unión Soviética comenzó a tambalearse, ‎el presidente estadounidense George H. W. Bush (Bush padre) pensó que había llegado el momento de ‎dedicarse a los negocios. Comenzó entonces a reducir las fuerzas armadas y ordenó una revisión de ‎la política exterior y de la doctrina militar de Estados Unidos. ‎

Washington afirmó entonces –en 1991–, en la National Security Strategy of the United States, que:‎

«Estados Unidos queda como el único Estado con una fuerza, un alcance y una influencia en ‎toda dimensión –política, económica y militar– realmente globales. No existe sustituto para el ‎liderazgo estadounidense.»‎

Para presentarse como defensor del Derecho Internacional, el presidente George ‎Bush padre empujó el presidente iraquí Saddam Hussein a invadir Kuwait y luego orquestó la creación ‎de una “coalición internacional” en la que enroló a todos los grandes países, bajo la bandera de ‎Estados Unidos, lo cual permitió a Washington consolidar su predominio a nivel mundial.

Es por esa razón que Estados Unidos reorganizó el mundo durante la operación «Tormenta del ‎Desierto». Para ello, Washington estimuló su aliado kuwaití a robar petróleo iraquí y a reclamar al ‎mismo tiempo a Bagdad el pago de la ayuda –supuestamente gratuita– que el pequeño emirato de Kuwait ‎había aportado a Irak durante la guerra contra Irán. Estados Unidos incitó después su “aliado” iraquí a ‎resolver el problema anexando Kuwait, un territorio que los británicos habían arrancado arbitrariamente ‎a Irak 30 años atrás. Como colofón de su maniobra, Estados Unidos invitó seguidamente todos ‎los Estados del planeta a respaldarlo en la reafirmación del derecho internacional que Washington ‎supuestamente defendía, suplantando a la ONU. ‎

El 21 de noviembre de 1995 se firman en París los acuerdos de Dayton, ‎en presencia de los jefes de Estado y de gobierno de las principales potencias mundiales –‎incluyendo Rusia–, alineados todos tras el presidente estadounidense Bill Clinton.

Sin embargo, dado el hecho que las dos superpotencias –Estados Unidos y la Unión Soviética– se ‎apoyaban paradójicamente cada una contra la otra, precisamente a través de su oposición, ‎la desaparición de la URSS tendría, lógicamente, que haber provocado la caída de Estados Unidos, ya ‎carente de ese punto de apoyo. Para evitar el derrumbe de su propio país, los parlamentarios ‎estadounidenses impusieron al presidente Bill Clinton el rearme iniciado en 1995. Las fuerzas armadas ‎estadounidenses, que acababan de desmovilizar un millón de hombres, se rearmaron sin que existiese en ‎aquel momento ningún adversario capaz de medirse con Estados Unidos. El sueño de Bush padre de ‎un mundo unipolar, regido por el “business” estadounidense, terminaba siendo reemplazado por una ‎loca carrera destinada a mantener el proyecto imperial.‎

A partir de la disolución de la URSS, la dominación estadounidense sobre el mundo tomó forma mediante ‎‎4 guerras que Washington desató y encabezó sin el aval de las Naciones Unidas: contra Yugoslavia ‎‎(en 1995 y 1999), contra Afganistán (en 2002), contra Irak (en 2003) y contra Libia (en 2011). ‎Ese periodo terminó con los 10 vetos chinos y los 16 vetos rusos en el Consejo de Seguridad de la ONU, ‎vetos que prohibieron explícitamente el inicio de una guerra abierta contra Siria. ‎

Apenas terminada la Guerra del Golfo, el presidente republicano George Bush padre ‎solicita a su secretario de Defensa, Dick Cheney, que se ocupe de trazar la Defense Policy Guidance ‎‎ [1] –‎documento clasificado pero del que varios fragmentos han sido publicados en el New York Times y en el ‎‎Washington Post [2]. Ese documento es ‎redactado finalmente por Paul Wolfowitz, militante trotskista y futuro secretario adjunto de Defensa, ‎quien teoriza sobre la supremacía estadounidense:

«Nuestro primer objetivo es evitar que reaparezca un nuevo rival, ya sea en el territorio de la ‎antigua Unión Soviética o en cualquier otra parte, que represente una amenaza comparable a la ‎de la antigua Unión Soviética. Esta es la preocupación dominante que subyace en la nueva ‎estrategia de defensa regional y requiere que nos dediquemos a evitar que algún poder hostil ‎logre dominar una región cuyos recursos puedan, si llegara a controlarlos, resultar suficientes ‎para convertirlo en una potencia global. Esas regiones incluyen Europa, el Extremo Oriente, ‎los territorios de la antigua Unión Soviética y el sudeste asiático.»

Wolfowitz plantea 3 aspectos adicionales a ese objetivo:‎


 «Primeramente, Estados Unidos debe dar prueba del liderazgo necesario para establecer y ‎garantizar un nuevo orden mundial capaz de convencer a los potenciales competidores de que ‎no deben aspirar a un papel regional más importante ni asumir una postura más agresiva ‎en defensa de sus intereses legítimos.‎
 Segundo, en las zonas de no defensa, tenemos que representar lo suficientemente los intereses ‎de los países industrializados de manera que no se atrevan a competir con nuestro liderazgo o a tratar de derrocar el orden político y económico establecido.
 Finalmente, tenemos que conservar los mecanismos de disuasión hacia posibles competidores ‎para evitar que se sientan tentados de desempeñar un papel regional más importante o un papel ‎global.
»‎

La “doctrina Wolfowitz” supuestamente debía evitar una nueva guerra fría y garantizar a Estados Unidos ‎el papel de “gendarme mundial”. El presidente Bush padre desmovilizó en masa sus fuerzas armadas ‎porque ya no debían hacer otro papel que el de simple policía. ‎

Pero lo que vimos fue exactamente lo contrario: primero, con las 4 guerras ya mencionadas, pero ‎también con la guerra contra Siria y, posteriormente, con la guerra que se desarrolla, en Ucrania, ‎en contra de Rusia.
 Fue para dar muestras del «liderazgo necesario» que Washington decidió, en 2001, tomar el control de ‎todas las reservas de hidrocarburos del «Medio Oriente Ampliado» –a eso se debieron las guerras ‎contra Afganistán e Irak.
 Fue para que sus aliados «no se atrevan a competir» con el liderazgo estadounidense que ‎Estados Unidos modificó su plan en 2004 y decidió aplicar las sugerencias británicas: ‎
1)‎ anexar los Estados rusos no reconocidos –comenzando por Osetia del Sur– y
2) derrocar gobiernos laicos árabes en beneficio de la Hermandad Musulmana –las llamadas ‎‎«primaveras árabes».
 Finalmente, es para evitar que Rusia sienta la tentación de «desempeñar un papel global» que ‎Estados Unidos utiliza yihadistas y ex yihadistas en Siria, en Ucrania y en Crimea. ‎

Paul Wolfowitz (a la derecha en la foto) trabajó con dos secretarios de Defensa: primero con Dick Cheney, ‎cuando este último era secretario de Defensa del presidente George Bush padre, y después con ‎Donald Rumsfeld (en la foto), secretario de Defensa de George Bush hijo.

La aplicación de la doctrina Wolfowitz no sólo exige recursos financieros y humanos sino también una ‎poderosa voluntad hegemónica. Un grupo de responsables políticos y militares espera llegar a aplicarla ‎promoviendo la candidatura del hijo de George Bush padre: George W. Bush. Para ello suscitan ‎la creación, por parte de la familia Kagan y en el seno del American Entreprise Institute, de un nuevo ‎grupo de presión: el «Proyecto para un Nuevo Siglo Americano» (léase “estadounidense”). Durante la elección presidencial, ese grupo de ‎cabildeo se verá obligado a “arreglar” el conteo de los votos en el ‎Estado de la Florida, con ayuda del gobernador Jeb Bush, el hermano de George Bush hijo, para que ‎este último logre llegar a la Casa Blanca. Mucho antes de que eso sucediera, aquel grupo ya militaba ‎activamente por la preparación de nuevas guerras de conquista, particularmente contra Irak. ‎

Pero el nuevo presidente no es precisamente obediente, lo cual obliga a quienes antes lo habían ‎respaldado a organizar un acontecimiento excepcional, algo capaz de sumir a la opinión pública en un ‎estado de conmoción que ellos comparan con un «nuevo Pearl Harbor». Ese acontecimiento ‎tendrá lugar el 11 de septiembre de 2001. ‎

El viraje del 11 de septiembre

Todo el mundo creer saber lo que pasó el 11 de septiembre de 2001 y la gente cita de memoria ‎las imágenes de los aviones estrellándose contra las Torres Gemelas del World Trade Center y ‎la destrucción de un ala del Pentágono. Pero, detrás de esos acontecimientos y de la interpretación que ‎de ellos presentó después la administración Bush, lo que sucedió fue algo muy diferente. ‎

En momentos en que los dos aviones acaban de estrellarse contra el World Trade Center y mientras que ‎un incendio devora las oficinas del vicepresidente de Estados Unidos y se habla de explosiones en ‎el Pentágono, el coordinador nacional de la lucha antiterrorista, Richard Clarke, pone en marcha el ‎procedimiento de «Continuidad del Gobierno» (CoG, siglas en inglés de “Continuity of the Government”) ‎‎ [3]. Concebida en tiempos de la guerra fría, en previsión de un conflicto nuclear o de la posibilidad de que ‎los poderes ejecutivo y legislativo quedasen decapitados, la CoG debía salvar el país poniendo todas las ‎responsabilidades en manos de una autoridad provisional previamente designada en secreto. ‎

Pero el 11 de septiembre de 2001 ningún dirigente electo había muerto.‎

Esta es la entrada del complejo “R”, una de las tres ciudades subterráneas secretas de las fuerzas ‎armadas estadounidenses. Asumiendo simultáneamente los poderes y funciones de la administración Bush, así como los ‎del Congreso y del Departamento de Justicia, el “Gobierno de Continuidad” ejerció el control total ‎de Estados Unidos desde este megabunker, el 11 de septiembre de 2001.‎

Pese a que todos los dirigentes de la administración y del Congreso estaban vivos, George W. Bush dejó ‎de ser presidente de Estados Unidos a las 10 de la mañana. El poder ejecutivo se transfirió de la ‎Casa Blanca, en Washington, al Complejo R, el gigantesco bunker de Raven Rock Mountain [4]. ‎Mientras tanto, unidades del ejército y del Servicio Secreto se movían por todo Washington para ‎‎“proteger” a los miembros del Congreso y los equipos de trabajo de los congresistas. Casi todos fueron ‎llevados, para «garantizar su seguridad», al Greenbrier Complex, otro megabunker cerca ‎de Washington. ‎

Concebido para servir de refugio a todos los miembros del Congreso ‎estadounidense, sus equipos de trabajo y sus familias, el megabunker conocido como ‎Greenbier Complex incluye una gran sala donde pueden realizarse sesiones conjuntas de la Cámara de ‎Representantes y del Senado de Estados Unidos… bajo la “protección” del Gobierno de Continuidad.

El gobierno alternativo –cuya composición no había cambiado en al menos 9 años– incluía, ‎‎¡oh casualidad!, varias personalidades que llevaban mucho tiempo en la escena política, como ‎el vicepresidente Dick Cheney, el secretario de Defensa Donald Rumsfeld y el ex director de la CIA ‎James Wolsey.‎

En el transcurso de la tarde de aquel 11 de septiembre, el primer ministro de Israel, Ariel Sharon, intervino ‎en la crisis que Estados Unidos estaba viviendo y se dirigió a los estadounidenses, en momentos en que ‎estos últimos ignoraban que el plan de Continuidad del Gobierno estaba en vigor y en que nadie conocía ‎el paradero de George W. Bush. Ariel Sharon proclamó la solidaridad de su propio pueblo –a menudo ‎víctima también del terrorismo–, expresándose como si supiera que los atentados habían terminado y ‎como si él mismo representara también al Estado central estadounidense. ‎

Al final de la tarde, el gobierno provisional devolvió el poder ejecutivo al presidente George W. Bush, ‎quien pronunció una alocución a través de la televisión, y los miembros del Congreso fueron liberados. ‎

Lo anterior es un recuento de hechos comprobados, no de la absurda narración de la administración Bush, ‎en la que un puñado de kamikazes árabes llevan a cabo un complot dirigido desde una cueva en Afganistán para destruir la ‎primera potencia militar del planeta. ‎

En un libro titulado Coup d’État: A Practical Handbook (Manual Práctico del Golpe ‎de Estado) [5], publicado 30 años antes de los hechos y convertido en ‎lectura de cabecera de los republicanos durante la campaña electoral del año 2000, el historiador ‎Edward Luttwak explicaba que un golpe de Estado es verdaderamente exitoso cuando nadie logra ‎percibirlo, lo cual elimina toda posibilidad de oposición. ‎

Pero Luttwak debería haber precisado que, para lograr que el gobierno legal obedezca a ‎los conspiradores, no sólo hay que dar la impresión de que el mismo equipo se mantiene en el “Poder” ‎sino que los conspiradores también deben ser parte de ese equipo. ‎

Las decisiones que el gobierno provisional impuso aquel 11 de septiembre recibieron el aval ‎del presidente George W. Bush en los días posteriores. En el plano interno, la aplicación de la Carta de ‎Derechos (The Bill of Rights, o sea las 10 primeras enmiendas de la Constitución de Estados Unidos) ‎se suspendió para todos los casos de terrorismo, con la adopción del Acta Patriótica (The USA ‎Patriot Act). En el plano externo, se procedió a planificar cambios de regímenes y guerras, tanto para ‎obstaculizar el desarrollo de China como para destruir los Estados en todos los países del Medio Oriente ‎Ampliado. ‎

El presidente George W. Bush atribuyó los atentados del 11 de septiembre a los islamistas y declaró ‎la «guerra al terrorismo», expresión que, aunque suene bien al oído, no tiene ningún sentido ya que ‎el terrorismo no es una potencia sino una forma de acción. En unos años, el terrorismo que ‎Washington decía combatir se multiplicó por 20 a través del mundo. Extrañamente, Bush hijo calificó el ‎nuevo conflicto de «Guerra sin Fin». ‎

Cuatro días después del 11 de septiembre, George W. Bush presidía en Camp David una increíble reunión, ‎en la que se adoptó como principio el inicio de una serie de guerras para destruir todos los Estados hasta ‎entonces no controlados en el «Medio Oriente Ampliado» (o «Gran Medio Oriente»), así como un plan de ‎asesinatos políticos en todo el mundo. El director de la CIA, George Tenet, denominó aquel plan como la ‎‎«Matriz del ataque mundial». Aquella reunión, mencionada primeramente en el Washington Post ‎‎ [6], fue denunciada después por el general estadounidense Wesley ‎Clark, ex Comandante Supremo de las fuerzas de la OTAN. El uso en este caso del término “matriz” debe ‎ser interpretado en el sentido de que sólo se trata de la fase inicial de una estrategia mucho más amplia. ‎

El Pacto del Mayflower inspiró la redacción de la Constitución estadounidense, ‎profundamente modificada después por las 10 primeras enmiendas, que constituyen la Bill of Rights o ‎Carta de Derechos. Pero este último documento, la Carta de Derechos, quedó prácticamente invalidado ‎por la USA Patriot Act o “Ley Patriota”, firmada en octubre de 2001, por el presidente George ‎Bush hijo. Los presidentes George Bush padre y George Bush hijo son descendientes directos de uno ‎de los 41 firmantes del Pacto del Mayflower.‎

¿Quién gobierna Estados Unidos?

Para entender la crisis institucional que estaba implementándose en Estados Unidos, es necesaria una ‎mirada atrás. ‎

Según el mito fundador estadounidense, unos cuantos puritanos, convencidos de que era imposible ‎reformar la monarquía y la Iglesia británicas, decidieron construir en América una «Nueva Jerusalén». ‎Aquellos puritanos llegaron al Nuevo Mundo, en 1620, a bordo del buque Mayflower y agradecieron ‎a Dios por haberles permitido atravesar el Mar Rojo –en realidad era el Océano Atlántico– para escapar ‎a la dictadura del Faraón –o sea, el rey de Inglaterra. Aquella expresión de agradecimiento de ‎los puritanos a Dios dio origen a la tradición estadounidense del Thanksgiving o «Día de Acción ‎de Gracias».‎

Los puritanos decían obedecer a Dios respetando a la vez las enseñanzas de Cristo y la Ley Judía. ‎No veneraban especialmente los Evangelios sino la Biblia en su conjunto. El Antiguo Testamento era ‎para ellos tan importante como el Nuevo Testamento. Practicaban una forma de moralidad ‎muy austera, estaban convencidos de que Dios los había elegido y de que Él los había bendecido ‎otorgándoles las riquezas que poseían. Consideraban, por consiguiente, que –sin importar lo que haga– ‎ningún hombre puede mejorarse por sí mismo y que el dinero es un don que Dios concede sólo a ‎quienes son fieles a Él.‎

Esta forma de pensar tiene numerosas consecuencias. Se refleja, por ejemplo, en el rechazo a organizar ‎cualquier forma de solidaridad nacional –la Seguridad Social– y en la tendencia a reemplazar esta última ‎por la caridad individual. También se refleja en el plano penal, con la creencia de que hay personas que nacen siendo ‎criminales, lo cual llevó el Manhattan Institute a promover en numerosos Estados una serie de leyes que ‎castigan con durísimas penas de cárcel la reincidencia en delitos tan insignificantes como no haber ‎pagado el subway. ‎

Con el tiempo, el mito nacional fue borrando el conocimiento sobre el fanatismo de los «Padres ‎Peregrinos», pero el hecho es que estos implantaron una comunidad sectaria, instauraron castigos ‎corporales y obligaron sus mujeres a cubrirse. Existen de hecho muchas similitudes entre el modo de ‎vida de la comunidad puritana y el de los islamistas contemporáneos. ‎

La Guerra de Independencia tuvo lugar cuando la población de las colonias ya se había visto ‎profundamente modificada. Ya no se componía sólo de gente proveniente de las islas británicas sino que ‎incluía todo tipo de europeos. Los patriotas que lucharon contra el rey de Inglaterra esperaban ‎convertirse en dueños de su propio destino y crear instituciones republicanas y democráticas. Fue ‎para ellos que Thomas Jefferson redactó la Declaración de Independencia de 1776, inspirándose en el ‎movimiento francés de Las Luces –más conocido en español como «La Ilustración»– y, en particular, ‎en las ideas del filósofo John Locke. ‎

Pero, después de la victoria, la inspiración de la Constitución salió de una fuente muy diferente. ‎La Constitución estadounidense se basa en el «Pacto del Mayflower», o sea en la ideología de ‎los puritanos y en su deseo de crear instituciones comparables a las de Gran Bretaña, pero ‎sin la nobleza hereditaria. Es por eso que la «Constitución» de Estados Unidos rechaza ‎la soberanía popular e instituye la soberanía de los gobernadores de los diferentes Estados. Por ser ese ‎un sistema absolutamente inaceptable, hubo que “equilibrarlo” de inmediato con la adopción de las ‎‎10 enmiendas constitucionales que constituyen la «Carta de Derechos» (The Bill of Rights). ‎El texto final pone por lo tanto la responsabilidad política únicamente en manos de las élites de ‎cada Estado y sólo concede a los ciudadanos el derecho a defenderse ante los tribunales frente a la ‎‎“Raison d’Etat”, la llamada “Razón de Estado”.‎

El 26 de octubre de 2001, al firmar la “Ley Patriota” (USA Patriot Act), ‎el presidente George Bush hijo anula la “Carta de Derechos” o “Bill of Rights”. A partir de ‎ese momento, los ciudadanos de Estados Unidos pierden toda protección ante la “Razón de Estado” ‎si llegan a verse envueltos en un caso de terrorismo.

Al suspender la «Carta de Derechos» para todos los casos que pudieran estar vinculados al terrorismo, ‎la Ley Patriótica Estadounidense (The USA Patriot Act) hace retroceder la Constitución de ‎Estados Unidos a lo que fue hace 2 siglos. Al privar a los ciudadanos de sus derechos ante la justicia, la Ley Patriótica desequilibró nuevamente las instituciones, sometió el Poder a la ideología ‎puritana y ha garantizado única y exclusivamente los intereses de las élites. ‎

En la tarde del 11 de septiembre de 2001, la única personalidad que pone en duda ‎la versión de la administración Bush sobre la destrucción del World Trade Center es el magnate ‎inmobiliario Donald Trump. Sin dejarse llevar por la histeria generalizada, Donald Trump declara ‎públicamente que, según sus ingenieros –que habían participado en la construcción del World Trade ‎Center– el impacto de los aviones de pasajeros no pudo haber causado el derrumbe de las ‎Torres Gemelas.

El golpe de Estado no declarado del 11 de septiembre de 2001 dividió esas élites en dos grupos: las que ‎respaldaron el golpe y las que fingieron no verlo. Las pocas personalidades que se opusieron al golpe, ‎como el senador Paul Wellstone, fueron eliminadas físicamente. Sólo algunos lograron hacer oír ‎sus voces, principalmente dos multimillonarios dedicados al negocio inmobiliario. En la tarde del 11 de ‎septiembre de 2001, ante las cámaras del canal 9 de Nueva York, Donald Trump pone en duda lo que ya ‎estaba convirtiéndose en la versión oficial. Ese día, después de recordar que los ingenieros que ‎construyeron las Torres Gemelas trabajan ahora para él, Trump observa que es imposible que ‎el derrumbe de edificios tan sólidos se deba solamente al impacto de los aviones y a los subsiguientes ‎incendios y concluye que tienen que existir otros factores que todavía se desconocen. Otro empresario, ‎Jimmy Walter, dedica parte de su fortuna a la compra de páginas publicitarias en los diarios y a la ‎difusión de DVDs donde se analizan las verdaderas causas de la caída de los edificios. ‎

A lo largo de los siguientes 15 años, esos dos grupos –los conspiradores activos y los cómplices pasivos–‎‎, aunque en definitiva persiguen el mismo objetivo de dominación dentro y fuera de Estados Unidos, van ‎a enfrentarse entre sí periódicamente, hasta verse ambos aparentemente derrocados por un movimiento ‎popular encabezado por Donald Trump. ‎

‎(Continuará) ‎

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[1The Rise of the Vulcans: The History of [W.] Bush’s War Cabinet, James Mann, Viking, 2004.

[2«US Strategy Plan Calls For Insuring No Rivals Develop», Patrick E. Tyler, The ‎New York Times, 8 de marzo de 1992; «Keeping the US First, Pentagon Would preclude a Rival ‎Superpower», Barton Gellman, The Washington Post, 11 de marzo de 1992.

[3Against All Enemies, Inside America’s War on Terror, Richard Clarke, Free Press, 2004.

[4Raven ‎Rock: The Story of the U.S. Government’s Secret Plan to Save Itself - While the Rest of Us Die, Garrett M. ‎Graff, Simon & Shuster, 2017; A Pretext for War, James Bamford, Anchor Books, 2004.

[5Coup d’État: A Practical Handbook, Edward Luttwak, Allen Lane, 1968. Publicado en francés ‎bajo el título Coup d’État, mode d’emploi, Odile Jacob, 1996. Junto a Richard Perle, Peter Wilson y Paul ‎Wolfowitz, Edward Luttwak era uno de los “cuatro mosqueteros” de Dean Acheson, quien fue secretario ‎de Estado bajo el presidente Harry Truman.

[6“Saturday, September 15, At Camp David, Advise and Dissent”, Bob Woodward y Dan Blaz, The ‎Washington Post, 31 de enero de 2002.