Los dilemas que acosan al presidente Mesa son harto similares a los que tuvo que enfrentar el hoy olvidado Alexandr Fiodórovich Kerenski.

Es curioso el paralelo entre estos dos personajes separados históricamente por un período de casi noventa años (1917-2004). Ambos fueron cabeza de países tan disímiles como la Rusia zarista vencida y humillada en la Gran Guerra y, desde luego, la Bolivia mendicante y postmodernista que culmina penosamente el período de la restauración neo-liberal inaugurado en 1985 sin poder salvar el agotamiento del sistema político tradicional por la pobreza de resultados del modelo económico.

Kerenski llegó a fungir como presidente del Gobierno Provisional de julio de 1917 en una Rusia agotada militar y económicamente. El actual presidente boliviano lidera un gobierno formalmente constitucional pero sustancialmente provisional. Mesa, al igual que Kerenski, enfrentará embates desde los dos flancos de la contradicción histórica de su momento: de un lado, la virulencia de un movimiento sindical cuya nota desesperada inscribió la trágica inmolación de un minero unos días atrás y, por supuesto, la visión algo renovada del modelo económico -con tintes un tanto sociales en el nuevo Estado Social de Derecho- que sustenta la Media Luna (SCZ, TJA, BEN y PAN).

Nótese que el común denominador de ambas fuerzas antagónicas, entre ellas y entre ellas contra Mesa, es su perfilamiento económico (pensiones, salarios, política tributaria, oposición al minigasolinazo, exportación gasífera, etc.) que trasunta el carácter insoluto de la cuestión social. El telón de fondo o motivación superestructural, se evidencia en la también presente y peligrosamente postergada cuestión nacional, esto es, la reivindicación de las regiones, naciones y pueblos bolivianos que aspiran a mayores y mejores espacios públicos de decisión política.

Puede afirmarse que uno de los factores formales de desestabilización sin ser uno de los pares dialécticamente enfrentados es, sin duda, la continua deslegitimación del aparatchik de los partidos con representación parlamentaria, pero cuyo rearme oportunista parece inevitable si el presidente Mesa insiste en volver la espalda a la opción histórica de liquidar, definitivamente, el viejo y caduco sistema político que ellos representan.

En algunas notas anteriores (El SOS del presidente, La tentación populista., La división del empresariado boliviano, etc.) advertimos -con gran desasosiego, pues no es placentero el anunciar la crónica de una muerte anticipada- que el presidente, carente de sustento político partidario en un aparato estatal diseñado para partidos y no para figuras aisladas, asistía impotente, a la apocalíptica descomposición del sistema político sin otra chance que la de suprimir alguna de las contradicciones vigentes a fin de atenuar, en algo, la vertiginosa caída del Estado boliviano.

Empero, el presidente Mesa, al igual que su homólogo ruso de 1917, cree poder jugar -impunemente, por cierto- a la vía únicamente institucional brindando respiración artificial al agonizante sistema político de hoy. El presidente aspira, manteniendo el Congreso actual, a llamar a elecciones municipales, realizar el referéndum, exportar gas, convocar la Constituyente y, finalmente, llamar a elecciones generales el 2007. ¡Como si nada hubiera pasado desde cctubre de 2003!

No extraña que esta anomia exacerbe la iracundia de la cúpula sindical que, al igual que el empresariado, tendrá que cargar, en Semana Santa, la vía crucis de su propia división (primero El Alto, luego Huanuni). En paralelo, sin lograr las definiciones que espera, la Media Luna, trastocó los proyectos impositivos originales, hoy amenaza el referéndum y hasta podría frustrar el mismo proyecto constituyente que, si no es oportuno, llegaría demasiado tarde -o no llegaría- a la diáspora boliviana.

A la apuesta kerenskiana del presidente Mesa se suma la poca previsión y cálculo en la elección de sus colaboradores más directos. Otro símil con el ruso de 1917. Un ministro muy cuestionado y otro demasiado lenguaraz, a cargo ambos de vitales proyectos del Ejecutivo, hacen zozobrar la imagen presidencial y enervan rápidamente el positivo efecto distractivo de otras circunstancias coyunturalmente favorables (la cuestión marítima, elecciones municipales y, sorprendentemente, hasta el fútbol local).

¿Resistirá el presidente Mesa el embate de las formidables fuerzas antagónicas que apuntan su artillería desde el mismo mes de abril? ¿Será suficiente su altísimo, pero también muy volátil, porcentaje de aprobación -un inédito 78% en las encuestas de hace tres semanas- para permanecer incólume al frente del Gobierno? ¿Alcanzará legitimidad popular -que no es lo mismo que popularidad- sin desmontar el aparato político de un sistema colapsado?

En nuestra tesis a propósito de la tentación populista (el fujimorazo a la boliviana), el presidente Mesa, en el nivel más alto de su notabilísima popularidad, tenía la opción, liquidando el Parlamento, de acumular sobre sí todo el poder político del momento, único caudal posible para enfrentar el enguerrillamiento sindical en Occidente y las presiones de la Media Luna. Así, podía asumir, él solo, en plenitud de voluntarismo y mesianismo histórico, la construcción del nuevo Estado, incluso con el beneplácito imperial. Esta opción también se agota pues el rearme del aparato político -contestatario, censurador y bloqueador- es ya un hecho, acaso irreversible para Mesa.

Kerenski creyó solucionar su problema suprimiendo al Partido Bolchevique cuando ya era demasiado tarde para evitar la estrategia y tácticas de los revolucionarios. Nombró, imprudentemente, un general reaccionario para acallar las presiones monárquicas y regresivas. El militar acabó propiciando un fallido golpe de Estado contra su designador. El resultado de todo este despropósito ya es conocido: Kerenski no llegó siquiera a celebrar las Navidades en Rusia en 1917. Las siguientes las pasó en Nueva York, donde lo sorprendió la muerte, ya olvidado totalmente, hacia 1970. La Historia ignora, y rápidamente, a quienes dilapidan una oportunidad histórica única e irrepetible.

El cambio, dramático, duro -en más de algún caso cruel y despiadado- se dará, inevitable, en el Estado boliviano. De sus cenizas renacerá un nuevo orden. Tal cual las cosas, no son suficientes los parches en pensiones, en el régimen limitado de las autonomías departamentales y no regionales, en la postergación de las definiciones sobre la exportación de gas, en la modificación limitada y parcial de la Constitución, etc. Ojalá fuere suficiente -y afortunada- la apuesta presidencial de la vía institucional y formalista. Pero, desengañémonos, la historia enseña otra cosa y, es muy probable que, en el nacimiento o refundación del nuevo Estado, Carlos Mesa no esté como protagonista principal, así como Kerenski no estuvo en la Revolución de Octubre.

Por ello afirmamos que el presidente Mesa y sus dilemas hamletianos nos recuerdan, con sugestiva insistencia, a su par -y hoy ya aherrumbado en el último cajón de la historia- Alexandr Fiodórovich Kerenski.