La cruel y despiadada victimación del alcalde del pueblo boliviano de Ayo Ayo revela una simbiosis de justicia comunitaria -resabio de la ancestral justicia expedita y oportuna del Incario- y un innegable trasfondo de represalias personales con motivaciones subterráneas, lindante en el puro ajuste de cuentas delincuencial. El hecho, brutal como todo asesinato, evidencia, una vez más, la agonía del aparato institucional del sistema político todavía vigente en Bolivia.
Esta última afirmación ha sido ratificada por el mismo presidente Mesa y su ministro del Interior, proclamando el primero "el divorcio entre el Estado y la sociedad" en tanto el segundo, con bastante candor, reconoce que "se ha perdido el control en varios puntos del territorio nacional".
El atroz suceso es también un eco de lo ocurrido en Ilave, en el Perú, en ocasión del fallido intento de aplicar la ley de Lynch a un otro alcalde acusado de trapisondas y corruptelas. Este reflejo en identidad de hechos y medios -aunque no de todas las motivaciones- confirma que nos encontramos ante ciertas similitudes: a) geográficas, b) subjetivas (todos los sujetos, incluyendo el Estado) y, la más importante de todas,
c) relacionamiento social traducido en la escasa o nula legitimación de un sistema político al que abiertamente se subvierte
Siendo este fenómeno común a ambos países es que, en rigor, no estudiamos dos realidades diferentes sino un único escenario en que todos los protagonistas desnudan la disfuncionalidad del sistema que los cobija. El gran problema reside en que muchos de estos actores sociales son parte de una agrupación humana homogénea -la nación aimara- con un casi único sistema de valores y una institucionalidad ancestral que se encuentra política y administrativamente repartida en dos Estados hoy por hoy diferentes.
Así, los hechos de Ayo Ayo responden a las mismas causas que los de Ilave.
No puede negarse que, en principio, el ajusticiamiento tuvo notables e innegables rasgos de justicia comunitaria -fenómeno con entidad antropológica y sociopolítica propia- que, las más de las veces coexiste, en ambientes pluriculturales, con los medios y mecanismos del sistema judicial ortodoxo. Pero, en el hecho se distingue, además, la clara secuencia de un procedimiento criminal. En verdad, el victimado fue secuestrado fuera del pueblo de Ayo Ayo para ser trasladado subrepticiamente hasta el lugar de su inmolación.
¿Cómo pudo ocurrir todo esto casi a plena luz del día, en escarnio del aparato policial del Estado boliviano cuya inutilidad ha llegado a límites insospechados?
La respuesta no es posible sino ratificando que el sistema político, al menos en estas empobrecidas regiones, sufre de invalidez absoluta, no garantiza nada y, por supuesto, traduce objetivamente un sistema de valores que se encuentra en crisis irreversible. Creemos que es posible suponer que, para muchos de los comunarios de Ayo Ayo, se hizo justicia. Y es que la sensación de seguridad reencontrada con el ejercicio de la autotutela es contagiosa y más difícil de reprimir.
Es el anuncio, casi profético, del cambio inminente.
La historia ha comprobado que en todo proceso revolucionario -como el que se avizora en Bolivia, no en lo tocante a la estructura o base económica, sino al aparato institucional político- los antisociales y delincuentes actúan como heraldos amenazadores del nuevo orden próximo a instaurarse. Sus hechos, siempre violentos y marginales, son y actúan como catalizadores de la crisis haciendo insostenible o intolerable el statu quo.
Este actor es el lumpen o, lumpenproletariat (lumpemproletariado), conformado por los agregados más bajos de la escala social y a los que no motiva una reivindicación u objetivo revolucionario, sino la simple satisfacción de sus necesidades primarias, entre ellas el puro ejercicio incontrolado de la violencia.
Para los clásicos marxistas, desde la fría estrategia revolucionaria despojada de las consideraciones humanitarias que reputan simples concesiones al humanismo burgués, el lumpenproletariat está destinado no solamente a agudizar el quiebre institucional sino también a sofocar, en su caso, los bolsones de resistencia del antiguo orden.
El tema no es nuevo. De hecho, bástenos con advertir que quienes incendiaron la Bastilla o tomaron por asalto la Roma imperial fueron, en gran número, elementos marginales y, en más de algún caso, simples delincuentes. La visión romántica de la Libertad guiando al pueblo revolucionario, con el gorro frigio y un seno desnudo, no corresponde con la dura batalla -a muerte, las más de las veces- por el nuevo orden. El nuevo orden viene acompañado de saqueos, asaltos, ataques irracionales y un desborde social generalizado pues han sido rotos los vínculos de disuasión del Estado moribundo.
En Bolivia tenemos -en especial desde el año 2000- experiencias recientes sobre estos excesos delincuenciales que acompañan, natural e inevitablemente, a las grandes movilizaciones sociales. Desengañémonos: no hay revoluciones pacíficas o civilizadas pues el horror de la guerra nos recuerda eternamente la condición humana y su tránsito incesante hacia nuevas quimeras. El Budha o el Nazareno, Martín Luther King y, más antes que él, Mahatma Gandhi, quisieron cambiar el modo de cambiar el mundo. El final de sus días atestigua, brutalmente, cómo acaban los ideales más supremos.
El fenómeno, para unos, es reflejo del resentimiento social y, para otros, los nostálgicos del viejo orden que agoniza, es la ocasión de clamar por mano dura y el aumento de policías, jueces, fiscales, soldados y mucho hierro alrededor de los bienes. Se propicia la opción totalitaria pero se olvida que la solución no nace amparada en las balas, la prohibición de las proclamas subversivas o la moralina sobre los valores oficiales.
Con desazón afirmamos que la "clase política", sus analistas oficiales y comentaristas televisivos no advierten o no quieren advertir las señales de la inminencia del cambio. A la manera de los rusos blancos previos a la Revolución de Octubre, quejosos de los excesos, creen que el problema reside ¡en hacer cumplir la Constitución!
A la confusión se contribuye, otras veces, de manera claramente interesada. El inquietante líder indígena Felipe Quispe (Mallku), a propósito de lo sucedido en Ilave, en el Perú, afirmó que lo sucedido no era sino la pura expresión de la justicia comunitaria a la que apoyaba plenamente. Es casi seguro -salvo que una nota de prudencia le imponga una reserva momentánea- que se ratificará en su tesis radical.
Y es que tanto en Ilave, como en Ayo Ayo han concurrido, en paralelo -y a veces entrecruzados, según los procedimiento empleados- actitudes y comportamientos propios de la justicia comunitaria y hechos claramente criminales, al menos desde la óptica de los valores oficiales. En Ayo Ayo, hacen varios meses, fueron expulsados jueces, fiscales y policías, acusados todos de corrupción. Hay pues, innegablemente, dos componentes: el uno que refleja la impotencia del aparato jurisdiccional del Estado cubierto medianamente a través de mecanismos de justicia comunitaria y, por supuesto, el rebalse criminal que aparece de manera oportunista en razón a la ausencia de disuasivos estatales.
Ayo Ayo no es la primera de las señales, aunque sí la más clara e inequívoca desde una de las últimas revueltas populares en La Paz, cuando una fracción de los movilizados se dedicó, simplemente, al pillaje de muebles, computadoras y enseres de negocios comerciales, incluso de instituciones públicas. Cuando así ocurre, el sistema ha colapsado de manera irreversible.
Si el Estado deja de proveer la justicia prometida en la Constitución, que es su programa de intenciones políticas juridificadas en el instrumento fundamental, rompe el pacto o contrato social y alienta la justicia por mano propia. Peor todavía, emite la clara señal que las manifestaciones delincuenciales más reprobables no serán castigadas. Eso es lo que ocurre y, lamentablemente, ocurrirá en Bolivia, con frecuencia cada vez mayor.
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