La movilización popular ha marcado hitos importantes en la historia política del país. La fortaleza combativa de estudiantes, campesinos, obreros e indígenas organizados ha provocado cambios profundos en los últimos diez años. Pensar hoy que un solo hombre pueda concretar este anhelo, será desconocer la historia transformadora del pueblo ecuatoriano.

Con mucha algarabía en días anteriores se festejaron los 200 años del “primer grito de la independencia”, donde además de recordar a los próceres de esa lucha, que formaron la junta de gobierno que se declaró independiente de la corona española, se recuerda a quienes fueron parte fundamental de esta liberación: los pueblos. Es necesario recordar que los brotes libertarios suscitados en la Presidencia de Quito se originan con la revolución popular de los encomendados (indios esclavos que trabajaban en las tierras ‘encomendadas’ por el Rey a los españoles colonizadores). Entre 1770 y 1790 se produjeron levantamientos en Patate, Guano, Cotacachi, Otavalo, Carapungo, Atuntaqui, Guamote. Otros antecedentes son la rebelión de las alcabalas (1592), la de los estancos (1765); se suma una actitud que se fortaleció con las ideas subversivas de Eugenio Espejo. La historia lo dice, la revolución no la consiguió una sola persona, la hicieron los pueblos.

La lucha del pueblo para las ideas de cambio


A partir de los años ochenta, los politólogos del stablishment en Ecuador coincidían en que la gobernabilidad se basaba en el fortalecimiento de la “institucionalidad democrática”, organizada en torno a un sistema presidencialista. Miraban como un problema la pugna entre los poderes del Estado, especialmente entre el Ejecutivo y el Legislativo; han tratado de encontrar la solución en reformas al funcionamiento de estas instituciones, a la forma de representación que tienen. Sin embargo, si bien los mandatarios legítimamente elegidos no han podido ejercer su gobierno sin el respaldo del poder Legislativo, lo cierto es que sobre todo no han podido imponer sus políticas debido a la resistencia y la oposición popular. La lucha se produjo, en cada momento histórico, contra los propósitos de depositar en los hombros del pueblo las consecuencias de las crisis que los poderosos causaban y de las que siempre salieron beneficiados.

En los ochentas la pelea fue contra el dogma neoliberal, que como doctrina podría resumirse en los siguientes puntos del llamado Consenso de Washington (que surgiera de una conferencia realizada por el Institute for International Economy, en esa ciudad, en 1989): disciplina fiscal, expresada como un déficit presupuestario lo suficientemente reducido como para no tener que financiarlo recurriendo a la inflación; prioridad del gasto público en áreas capaces de generar altos rendimientos económicos y de mejorar la distribución del ingreso (atención primaria de salud, educación básica e infraestructura); reforma tributaria mediante la ampliación de su base y el recorte de tasas impositivas marginales; liberalización financiera para lograr tasas de interés determinadas por el mercado; tipos de cambio único y competitivos para lograr el crecimiento acelerado de las exportaciones; liberalización del comercio mediante la sustitución de restricciones cuantitativas por aranceles que deberían reducirse progresivamente hasta alcanzar niveles mínimos uniformes de entre el 10 y el 20%; inversión extranjera directa, alentada por la supresión de barreras a la entrada de empresas foráneas; privatización de las empresas estatales; desreglamentación para facilitar la participación de nuevas empresas y ampliar la competencia, y garantía de los derechos de propiedad a bajo costo, para hacerlos accesibles a todos los sectores sociales, incluso el informal (Williamson 1998).

Medidas éstas que siempre se impusieron bajo el criterio de que es necesario ahorrar para tiempos de vacas flacas, de que el ajuste era necesario para en el futuro lograr los beneficios de ese sacrificio y esa disciplina fiscal. Nunca llegaron los tiempos de vacas gordas, nunca se podía hacer uso del ahorro, pues siempre se lo usó en pagar la deuda externa y se nos obligó a ajustarnos cada vez más. Por ello, este modelo explotó y causó gran movilización popular.

Era precisamente en la institucionalidad del Estado desgastada y corrupta donde los intereses económicos-políticos contrapuestos de las distintas facciones de la oligarquía ecuatoriana provocaban conflictos que desembocaban en crisis políticas severas, que trajeron consigo pérdida de credibilidad en dichas instituciones y la necesidad cada vez más impostergable de realizar un cambio radical y profundo del poder político del Estado. Claro que las crisis políticas también tienen su origen histórico, que ahora se pretendería desconocer en lo que significa la presión que ejerce la lucha de los pueblos por defender sus derechos y por conquistar cada vez más espacios democráticos.

En los últimos diez años, la lucha de los sectores populares contra la política neoliberal y proimperialista ha sido clara en la caída de tres presidentes (Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez). Sin embargo, no se ha logrado tener como correlato un cambio general y profundo de las estructuras del Estado; estas acciones populares más bien han sido capitalizadas por los pequeños grupos de poder económico y político muy bien identificados incluso en este Gobierno.

La caída de tres presidentes


El gobierno del populista y líder del Partido Roldosista Ecuatoriano (PRE), Abdalá Bucaram, que se posesionó en agosto de 1996, inició el año 1997 aplicando un paquetazo económico contra el pueblo ecuatoriano. Tal como lo sostiene el analista político René Báez, cuando afirma que el malestar, hasta entonces represado por los estrafalarios shows y la demagogia social, afloró incontenible desde los primeros días de enero del 97. “A las intifadas estudiantiles de la FEUE y la FESE, que empezaron el 8 de febrero, siguieron acciones contestatarias de la Coordinadora de Movimientos Sociales, la CONAIE, el FUT, el Foro de la Ciudadanía, los partidos de izquierda, las organizaciones feministas, los empleados públicos, los jubilados, los desocupados”. Esto hizo que estos movimientos sociales se levantaran en todo el país, en una lucha que fue creciendo hasta concluir con el derrocamiento de Bucaram el 7 de febrero de 1997.

Luego llegó al poder el demopopular Jamil Mahuad, el 10 de agosto de 1998. A un mes de iniciar el Gobierno se elevaron los precios del gas de consumo doméstico en el 510 %, las gasolinas en el 15,5%, las tarifas eléctricas en el 353%, y al igual que Bucaram, aplicó medidas autoritarias contra trabajadores, maestros, campesinos e indígenas. Las organizaciones populares empezaron las movilizaciones para rechazar la política neoliberal y fondomonetarista que Mahuad aplicaba contra el pueblo. Finalmente, Mahuad enterró su gobierno con un feriado bancario que protegió a la bancocracia de su crisis y permitió el robo de los ahorros del pueblo ecuatoriano.
Las protestas de los sectores populares encabezados por los estudiantes, campesinos, trabajadores e indígenas, nuevamente actores de la idea del cambio social y político del país, terminaron con ese gobierno el 21 de enero del 2000.

Vino el capítulo de Lucio Gutiérrez Borbúa, quien se convirtió en la imagen visible del levantamiento que destituyó a Mahuad. Con un discurso de defensa de los sectores populares y con la esperanza de iniciar un gobierno para el pueblo, en medio de un país convulsionado por la crisis política-económica y el rechazo a los partidos de la vieja oligarquía neoliberal, Gutiérrez llegó al poder electoralmente en enero de 2003, con el apoyo de los sectores populares representados políticamente en Pachakutik y el MPD.

A pocos días de su gestión traicionó el “Programa de Gobierno por un nuevo Ecuador” firmado con los sectores populares. Inició otro gobierno neoliberal más, contra el pueblo. Confirmó su alianza con los sectores políticos de la derecha ecuatoriana, luego que el Movimiento Popular Democrático (MPD) y Pachakutik decidieron, acertadamente, quitar el respaldo a un gobierno totalmente neoliberal. Un incesante y creciente protagonismo del movimiento popular, que ha luchado contra el latrocinio y la corrupción, por trabajo, bienestar y democracia, fue el ingrediente principal para que Lucio Gutiérrez fuera derrocado el 13 de abril del 2005.

Al respecto, el analista político Alejandro Ríos sostiene: “La crisis política es de tal naturaleza que lo presentado coyunturalmente como una alternativa se puede convertir en factor determinante para una nueva crisis, que se extiende a toda la institucionalidad burguesa, ahogada por falta de credibilidad y del rechazo de la población...”.

Vivimos tiempos de cambio, y son el fruto de toda una historia de lucha de los trabajadores y pueblos, que han ido forjando, con sangre y sudor, con propuesta y pensamiento, una tendencia democrática, patriótica, progresista y de izquierda, que tiene el reto de crecer y de avanzar a nuevos niveles. La transformación es obra de los sectores populares, no de un grupo de iluminados que piensan hacer los cambios al margen de las masas.