Quienes han seguido la actividad subversiva y agresiva de Washington contra los nuevos gobiernos latinoamericanos ajenos a sus dictados, recuerdan que atizar el separatismo y la diáspora ha resultado de las armas preferidas para atentar contra la administración boliviana que encabeza Evo Morales.
La añeja y desgastada oligarquía al frente de algunos de los gobiernos regionales fue la encargada de promover este movimiento, amplificado una y otra vez por la red mediática contrarrevolucionaria pagada y administrada por el imperio.
Los eternos explotadores intentaron emerger como los grandes preocupados por los derechos de sus zonas de influencia y por el pretendido bienestar de sus pobladores a quienes —se les decía— eran oriundos de regiones con cierto desarrollo económico y no se les podía “despojar” para compartir recursos con otras áreas bolivianas menos afortunadas.
Ese discurso, diseñado bajo la bandera de la autonomía, escondía sencillamente la agitación y el sabotaje contra la nueva Bolivia multinacional y progresista, y pretendía lograr su total desestabilización.
Sin embargo, con la promulgación en el mes de mayo de la verdadera ley nacional de autonomías por la asamblea legislativa nacional, las autoridades y el pueblo han arrebatado definitivamente a la derecha tan manipulado estandarte.
Era lógico, entonces, que la primera reacción derechista fuese de rebeldía frente a la nueva legislación, para luego terminar acatándola a regañadientes en medio de la derrota.
Lo importante de esa ley no es solo que deja sin asidero a los oligarcas y sus amos externos sino, además, establece clara y radicalmente que la autonomía no es sinónimo de fragmentación y solo es posible sobre la base de la unidad y la indivisibilidad de la patria.
Se trata de un concepto medular que, incluso en su día en medio de las disputas con los separatistas, fue proclamado por las fuerzas armadas nacionales en clara coincidencia con el ejecutivo y el parlamento popular.
Por otro lado, la ley autonómica compromete al gobierno central con el apoyo a los esfuerzos regionales de desarrollo y establece la más amplia representación de todos los sectores sociales en los gobiernos y órganos de cada área geográfica.
Ya no serán administraciones oligárquicas, sino verdaderos organismos de participación amplia y democrática.
Por último, como infaltable acto de justicia, la disposición legal preserva a los indígenas dinámico y amplio papel en la construcción de estas autonomías populares como un tributo a su historia precolonial, a la resistencia contra la explotación en todos estos siglos de vasallaje y a su legado cultural y de lucha por sus derechos y en defensa de la nación.
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