Las guerras, en toda la historia de la humanidad, han tenido siempre sus ingredientes o principios indispensables. Todo aquel que pretenda iniciarla, habrá de transitar por una senda donde no podrá obviarlos. Así es hasta nuestros días.
Lo primero es un buen motivo y en el caso de Estados Unidos, siempre ha precisado dos: el real y el aparente. Este último siempre lo han prefabricado.
Otro principio inexcusable ha sido y es, contar con un buen conocimiento del adversario. Aquí entran en juego los servicios de inteligencia, que anticipan información sobre el potencial militar y la prestancia y motivación de las tropas a enfrentar, como también sobre la capacidad de liderazgo militar y político del adversario, entre otros aspectos.
Como parte de lo anterior, un buen cálculo de riesgos resulta esencial y entre éstos, el costo humano y material ocupa un lugar relevante. En la evaluación de las posibles bajas militares y civiles, como también del costo material, tiene un papel decisivo la información de inteligencia pero en este aspecto entran en juego además los políticos.
Ellos han de evaluar las consecuencias que el conflicto acarreará en las relaciones con otras naciones de interés, en organismos internacionales y de frente a contiendas en marcha o potenciales.
Teniendo en cuenta esas realidades y ante las actuales tensiones creadas por Estados Unidos e Israel con Irán, Washington parece tener andada la mayor parte de esa senda.
La Casa Blanca ha puesto a la vista del mundo el programa de desarrollo nuclear iraní, como el aparente motivo de un posible enfrentamiento bélico, sin olvidar el esencial aspecto mediático.
Como resultado de la intensa campaña de prensa desplegada por EE.UU., para una buena parte de la opinión pública norteamericana y de no pocas personas en el orbe, el programa nuclear iraní constituye una amenaza a Occidente, algo que Teherán ha negado insistentemente.
De esa forma, Washington cumple con otro importante principio y es el de darle validez a sus temores, o sea, preparar a la opinión pública de que a un costado del Golfo Arábigo Pérsico, existe un mal al que hay que cortar: Irán.
Pero no son pocos los observadores y medios de prensa internacionales, los cuales consideran que el objetivo real yace en el subsuelo de la nación persa en forma de enormes bolsones de hidrocarburos.
Esos mismos estudiosos han estimado que la sangrienta guerra librada entre Irán e Iraq entre 1984 y 1988, fue una jugada anticipada de Washington, enfilada a debilitar militarmente a ambas naciones antes de lanzarse sobre ellas, como viene sucediendo a partir de 2001.
Hasta hoy, las informaciones de las Agencias Central de Inteligencia y de Defensa (CIA y DIA por sus siglas en inglés) parecen haber completado un cuadro muy acertado sobre la capacidad militar iraní.
Con toda seguridad, la evaluación sobre el entrenamiento y motivaciones de las Fuerzas Armadas de esa nación, deberá reflejar no sólo la probada audacia histórica de los persas en siglos pasados, cuando llegaron a ser imperio.
Probablemente hayan tomado muy en cuenta el arrojo mostrado por los soldados iraníes durante la contienda librada en los años 80 con Iraq.
A estas alturas, el nada despreciable arsenal convencional de los persas debe haber sido muy bien sopesado por los analistas de la comunidad de inteligencia norteamericana.
Con tales informes sobre la mesa, la evaluación sobre las probables pérdidas, si ha sido realista, deberá tener muy preocupados a muchos en Washington.
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