En este mapa, la estrecha franja resaltada en azul oscuro es la zona marítima que estaba ‎en disputa entre Israel y Líbano.‎

Tres cuartos de siglo después de la creación del Estado de Israel, las fronteras israelíes todavía ‎están por definir. Es por eso que el acuerdo firmado a través de la ONU para definir claramente ‎el límite entre sus aguas territoriales y las de Líbano tiene un carácter histórico. ‎

El descubrimiento de yacimientos de gas en el este del Mediterráneo, en 2011, despertó tanto ‎interés que todos los Estados implicados mostraron repentinamente el mayor deseo de resolver ‎sus diferendos, al menos en cuanto a sus fronteras marítimas. ‎

En 2018, Chipre, Grecia, Italia e Israel llegaron a un acuerdo sobre la construcción –en común– de ‎un gasoducto hacia Europa. Oficialmente, Egipto, Palestina, Líbano, Siria y Turquía no eran parte ‎de ese acuerdo:‎
 Sin embargo, Egipto firmó con Israel un acuerdo paralelo gracias al cual Israel explota el gas ‎egipcio y exporta parte de esa producción a través de la empresa East Gas, que tiene como ‎accionista mayoritario a los servicios secretos egipcios.‎
 En Líbano, la cuestión del gas está en manos del ejército desde que el presidente Emile Lahoud ‎expulsó de las aguas libanesas un buque militar de Francia que realizaba allí labores de prospección ‎sin autorización del gobierno libanés. En 2020, el presidente Michel Aoun retomó el asunto con ‎un poco más de flexibilidad, imaginando un acuerdo complicado pero alcanzable.
 Siria, inmersa en la guerra contra los yihadistas respaldados por Occidente, quedó totalmente ‎al margen.
 Todavía no están definidas las fronteras marítimas entre Grecia y Turquía. A primera vista, ‎Turquía no tiene nada que ver con la reserva de gas descubierta… pero Turquía ocupa el norte de ‎Chipre, que sí tiene acceso al yacimiento. Así que europeos e israelíes decidieron no contar con ‎Turquía. ‎

Cuando llegó a la Casa Blanca, el presidente estadounidense Joe Biden puso en manos de los ‎straussianos [1] los temas internacionales, principalmente las cuestiones relativas al sector ‎energético. ‎

El israelo-estadounidense Amos Hochstein, especialista del gas licuado, fue puesto a cargo de ‎esos temas, al igual que bajo la administración Obama. Amos Hochstein era amigo del ‎straussiano Paul Wolfowitz, con quien defendió los intereses petroleros del dictador Teodoro ‎Obiang en Guine Ecuatorial. ‎

Hochstein conoce muy bien el Medio Oriente ya que fue él quien negoció –en 2014– el acuerdo ‎entre Israel y Jordania sobre el yacimiento de gas de Tamar. También fue Amos Hochstein quien ‎planeó el embargo petrolero contra Irán. Y durante la guerra contra Siria fue Hochstein quien ‎orientó el flujo de camiones que llevaba a Turquía el petróleo sirio robado por el Emirato Islámico ‎‎(Daesh) y comercializado por la familia Erdogan. También fue Hochstein quien dirigió los ataques ‎aéreos estadounidenses para destruir algunos camiones con petróleo sirio robado pero desviado ‎hacia Damasco. Como puede verse, Amos Hochstein es un tipo muy flexible… pero siempre al servicio, ‎con total cinismo, de la agenda imperial de Estados Unidos. ‎

La opinión pública estadounidense oyó hablar de Amos Hochstein con la salida a la luz de los ‎escándalos de corrupción de la familia Biden. Cuando el hoy presidente Joe Biden era ‎vicepresidente, Hochstein ya trabajaba para él… y se convirtió en miembro del consejo de ‎administración de Naftogaz, la principal empresa ucraniana en el sector del gas. Eso sucedió ‎precisamente poco antes de que Hunter Biden, el hijo drogadicto del presidente Biden, entrara en ‎el consejo de administración de Burisma, la segunda empresa más importante de Ucrania en el ‎sector del gas. Cuando el presidente Donald Trump descubrió los negocios sucios de Hunter Biden ‎en Ucrania y trató de hacerlo investigar, Hochstein se encargó de “cubrir” al hijo de su jefe Joe ‎Biden. ‎

En el actual contexto de sanciones de Estados Unidos contra 3 grandes exportadores de ‎hidrocarburos –Irán, Venezuela y Rusia– la cuestión del gas del Mediterráneo se convierte en ‎prioridad. ‎

La elección en Israel del tándem Naftali Bennett-Yair Lapid vino a modificar profundamente el ‎panorama. Esos dos responsables políticos israelíes quieren hacer de Israel un Estado como ‎los demás rompiendo, por ende, con la política imperialista de Benyamin Netanyahu y los ‎sionistas revisionistas. ‎

En Líbano, mientras tanto, el presidente Michel Aoun, quien logró la reconciliación con Siria pero ‎ha fracasado en todo lo demás, se fijó como objetivo lograr, antes de terminar su mandato –el ‎‎31 de octubre– que su país quedara en condiciones de poder explotar su reserva marítima de gas. ‎

Finalmente se ha alcanzado un acuerdo original. Los yacimientos descubiertos no coinciden con ‎ninguna de las fronteras que las partes podrían reclamar, así que las partes –Israel y Líbano– se ‎han puesto de acuerdo en reconocer límites diferentes en la superficie del mar y debajo de ella, en el lecho ‎marino. ‎

En virtud del acuerdo, el sector de explotación denominado Karish pertenece a Israel y el ‎denominado Cana pertenece a Líbano, pero, dado el hecho que parte de Cana “invade” el lecho ‎marino que debería pertenecer a Israel, el gas extraído de Cana se compartirá entre Israel y ‎Líbano. ‎

Y ahí se complican las cosas. Israel y Líbano están técnicamente en guerra y por lo tanto ‎no deberían poder firmar acuerdos entre sí. ¿Solución? La compañía francesa Total se encargará ‎de garantizar la extracción en el sector libanés y entregará a Israel no el gas sino parte de las ‎ganancias obtenidas. Por supuesto, al ser Total una compañía francesa, el gobierno de Francia ‎se metió en el asunto planteando sus propias exigencias, lo cual explica la presencia de la ‎embajadora de Francia en la firma del acuerdo. ‎

Naturalmente, Israel trató en varias ocasiones de imponer una solución contraria a los intereses ‎de Líbano, llegando incluso a sobornar responsables libaneses. Pero el Hezbollah desplegó fuerzas ‎cerca de una plataforma israelí y anunció que impediría los trabajos hasta que se firmara un ‎acuerdo definitivo. Es evidente que las autoridades israelíes entendieron el mensaje porque ‎interrumpieron sus intentos de soborno y detuvieron la explotación del campo denominado Karish. ‎

Quedaba por resolver el problema de la firma del acuerdo entre dos partes que se niegan a darse ‎la mano. Hubo que implementar una ceremonia –bajo los auspicios de la fuerza de la ONU en ‎Líbano (FINUL)– y las delegaciones de Israel y Líbano firmaron el documento, una después de la ‎otra, sin estar ni siquiera verse las caras. El documento fue enviado y registrado por la ONU, en ‎Nueva York. ‎

Dirigiéndose a los israelíes, el primer ministro Yair Lapid declaró: «Líbano ha reconocido el Estado ‎de Israel en el acuerdo de delimitación de la frontera marítima entre los dos países. Se trata de un ‎logro político. No todos los días un Estado enemigo reconoce el Estado de Israel en un acuerdo ‎escrito e incluso ante la comunidad internacional.»‎

Ante esa interpretación, cuando menos apresurada, el secretario general del Hezbollah, Hassan ‎Nasrallah respondió: «El presidente Michel Aoun no firmó un tratado internacional. ‎Por consiguiente no es un reconocimiento de Israel (…) El proceso que llevó a la firma del acuerdo ‎y la forma de ese acuerdo confirman que toda declaración sobre una normalización carece de ‎fundamento. (…) Las negociaciones fueron indirectas y las delegaciones no se reunieron.»‎

Desde el punto de vista de Lapid, quien está tratando de eliminar la naturaleza colonizadora de ‎Israel, la firma del acuerdo es un paso hacia la normalización. ‎

Desde el punto de vista de Nasrallah, al no haberse solicitado la aprobación del parlamento ‎libanés, el documento no es formalmente un tratado sino sólo una firma de compromisos ‎recíprocos.‎

En definitiva, cada una de las partes se mantiene en su posición pero al menos han logrado llegar a una ‎forma de entendimiento en interés de todos. ‎

[1«Los straussianos estadounidenses ponen la Unión Europea de rodillas», por Thierry Meyssan, Red Voltaire, 13 de septiembre de 2022.