“La vida no vale nada
si escucho un grito mortal
y no es capaz de tocar
el corazón que se apaga.”
Silvio Rodriguez
Con la misma impunidad con que se manejan los quehaceres de los vivos se sigue manejando los quehaceres de los muertos. Los pibes de Cromañón, 194 chicos y chicas que fueron a pasar una noche de encuentro y alegría y se toparon con una noche de espanto, siguen esperando justicia. Los miles de chicos y chicas que sobrevivieron al horror pero sus vidas quedaron marcadas para siempre, siguen esperando justicia.
Sin embargo la justicia es lenta, bien lo sabemos. Es tramposa, también lo sabemos. Es maleable, si lo habremos aprendido. Pero lo que revuelve las tripas, lo que quiebra el aliento, lo que enfurece mucho más que esa justicia lenta, es la carencia absoluta de nobleza humana que afronta lo bueno y lo malo con la cabeza en alto. De eso no se ve ni un gramo en la larga lista de responsabilidades que lleva en sus entrañas esta tragedia. Perdón, esta masacre.
Ni a los propietarios del local -absolutamente deficiente para sus propósitos- ni a los funcionarios del Estado cuyo deber es proteger a la comunidad, se les mueve un pelo frente a tanta muerte gratuita. Mucho se ignoró a estos chicos de vivos y más se los ignora de muertos. Asquerosa y arteramente todos aquellos que tienen un nivel de compromiso, si no de culpabilidad, en la temprana muerte de estos pibes se escudan en los vericuetos de la ley que, seguramente, los hará zafar de este momento tan incómodo para sus vidas.
Esta es la gente que nos representa, pequeños, miserables, eternos verdugos del bien común. Para ellos no existe la palabra honor, nobleza, decencia, para ellos la vida, fuera de sus aspiraciones personales, es una ecuación matemática de rentabilidad. De la manera más patética e impúdica se escudan en el “yo no fui”, “no era mi competencia”, fueron los otros, los bomberos, la policía, el dueño del boliche y, finalmente, el peor de todos: el que tiró la bengala.
Nadie es capaz de hacer un mea culpa en su mínima línea de responsabilidad que por negligencia, ineptitud, corrupción o simplemente “dejar pasar” terminó en un asesinato en masa. Un mea culpa que ni siquiera los llevaría presos, porque hecha la ley hecha la trampa, pero al menos sería un enorme gesto de dignidad y recuperación del respeto humano en un país donde estas cualidades desaparecieron del diccionario, del alma y, fundamentalmente, del engranaje de poder que debe proteger y cuidar a sus ciudadanos.
Del otro lado el hombre de a pie. Del otro lado los pibes y los familiares de los pibes que, además de exigir justicia a gritos, en el silencio escuchan los alaridos de sus propios tormentos. Cuestionándose, en la intimidad de su dolor, las casualidades y causalidades que generaron la muerte de sus hijos, como si hubieran podido evitarla. No se siente el mismo tormento institucional, ni personal, de aquellos que sí están directamente implicados en esta masacre. En ellos sólo reluce una actitud ruin, miserable y tan llena de cobardía que eriza la piel y predice un futuro de nuevas catástrofes absolutamente evitables.
Del otro lado, una sociedad confundida por tanta neurosis colectiva, capaz de salir en multitud y poner en jaque al Estado por una muerte brutal, como fue la de Axel Blumberg, pero incapaz de volver a salir en multitud por 194 muertes brutales. Muertes, cuyo asesino no es un oscuro delincuente, sino la negligencia de algunos referentes sociales tanto a nivel privado como estatal. Una madeja más difícil de desenmarañar pero igualmente asesina.
La impunidad es un acto asesino. La corrupción es un acto asesino. La negligencia, cuando de su mano va el destino de la gente, es un acto asesino. Cromañón es un ejemplo más donde, además de la condena penal que corresponda, se hace indispensable una condena social que imponga de una vez por todas los límites entre la vida y la muerte. Por ahora va ganando la muerte.
“La vida no vale nada / si ignoro que el asesino / corrió por otro camino / y preparó otra celada.”
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