Turquía ocupa una posición central entre el Cáucaso, el Medio Oriente y Europa pero, desde el fin de la Primera Guerra Mundial, el juego de las potencias le ha cortado el camino a todo desarrollo dentro de las tres zonas. Turquía trató, en el pasado, de utilizar su cultura musulmana para volverse hacia los Estados árabes pero se encontró con un rechazo. Esperaba beneficiarse con el derrumbe de la URSS para volverse hacia los pueblos turcoparlantes de Asia Central, pero el Pentágono se lo impidió. Actualmente, aunque desea, primero que todo, entrar a la Unión Europea, Ankara no escatima sus esfuerzos diplomáticos hacia las demás regiones vecinas, sobre todo teniendo en cuenta que los turcos encuentran ahora socios entre los árabes a raíz de su alejamiento de Israel y Washington.
En enero de 2004, Bachar el Assad llegaba a Turquía para tratar de mejorar las relaciones, tensas desde hacia décadas a causa de un conflicto territorial sobre la provincia de Hatay que Siria reclama aún. Esa visita concretaba además un acercamiento proveniente de la oposición común de ambos países a la invasión a Irak. La semana pasada, el presidente turco Ahmed Necdet Sezer viajó a Damasco, provocando la cólera de Washington que trata de aislar a los sirios utilizando al Líbano.
El Daily Star, diario libanés filial del New York Times, abre un debate sobre la interpretación de esa visita. Los participantes parecen sin embargo de acuerdo, desde el principio, en tranquilizar a Washington. Para el profesor Philip Robins, la visita del presidente turco a Damasco no tiene importancia. Se trata de un acercamiento aparente debido a un desliz diplomático estadounidense. Al oponerse demasiado a esa visita, la propia administración Bush no hizo más que favorecerla. Si Washington simula el mayor respeto hacia Turquía todo volverá a su lugar. Omer Taspinar, de la Brookings Institution, y Emile el-Hoyakem, del Henry L. Stimson Center, no quieren reducir el asunto a un simple incidente diplomático. Un acercamiento tendría efectivamente un interés estratégico para ambos países: la cuestión kurda. Si Washington promueve el separatismo kurdo en Irak, habrá un importante acercamiento entre esos países y Siria romperá su aislamiento. Si, por el contrario, el nuevo presidente kurdo Jalal Talabani se muestra tranquilizador y los lazos de Turquía con la Unión Europea se desarrollan, Damasco se verá solo de nuevo. Una vez más, los autores atlantistas perciben a la Unión Europea como un medio de atraer a ciertos Estados hacia «Occidente».

Sin embargo, la adhesión turca a la Unión Europea tiene como condición el reconocimiento del genocidio armenio.
Este asunto dificulta también las relaciones entre Turquía y Armenia y sale de nuevo a colación en ocasión del 90 aniversario del desencadenamiento de aquella mortífera deportación. En Die Welt, Vartan Oskanian, ministro armenio de Relaciones Exteriores, exige que Europa haga del reconocimiento del genocidio una condición para la admisión de Turquía. En el Boston Globe y el International Herald Tribune, el analista del Council on Foreign Relations, David L. Philips, se regocija ante el compromiso que propone el International Center for Transitional Justice: obtener a la vez que Turquía reconozca el genocidio y que los armenios renuncien a exigir reparaciones.
Ese arreglo no parece apropiado al director del centro armenio de Moscú, Smbat Karakhanian, quien recuerda las pretensiones territoriales armenias en la Gazeta SNG. Denuncia además la ocupación por parte de Turquía de territorios históricamente armenios y exige que Moscú rompa el tratado de 1921, firmado con Mustafá Kemal, que reconoce la soberanía de Ankara sobre esas tierras. Cuatro días después, en ese mismo diario, el autor analiza la importancia del Cáucaso para Estados Unidos con vistas a una futura ofensiva contra Irán. Observa el despliegue de tropas estadounidenses en Azerbaiyán y la organización de elecciones en ese país por especialistas en las llamadas «revoluciones de colores». Estados Unidos podría favorecer también su propia implantación en Armenia, usando como moneda de cambio la influencia norteamericana sobre Turquía con vistas a la solución de cierto número de cuestiones.

Georgia, otra vecina de Turquía, fue uno de los primeros países donde se produjo una de las llamadas «revoluciones de colores», que los medios occidentales de difusión presentan como grandes progresos democráticos. Actualmente, sin embargo, los primeros partidarios de esos movimientos expresan su decepción. Anteriormente asociado a Mijail Saakashvili en la «revolución» de las rosas, el dirigente del Partido Laborista georgiano Shalva Natelachvili, comenta en Vremya Novostyey la visita de George W. Bush a su país, prevista para el 10 de mayo. Pide que el presidente estadounidense no se exhiba demasiado junto a Saakashvili, presidente que el autor describe como un dictador peor que Chevarnadze. El texto se publica en momentos en que las relaciones entre la presidencia georgiana y la administración Bush se han hecho tensas debido a la decisión de Georgia de integrar su economía a la de Rusia. El 16 de mayo próximo Shalva Natelachvili tendrá la oportunidad de renovar su llamado a Estados Unidos ante el Nixon Center.

En Estados Unidos, la Casa Blanca está teniendo dificultades para la aprobación de sus nominaciones para puestos claves de la nueva administración. Después del embrollo alrededor de la nominación del substituto de Tom Ridge a la cabeza del Departamento de Seguridad de la Patria, se ha complicado la aprobación por el Senado del nombramiento de John Bolton como embajador en la ONU. El controvertido diplomático recibe en la prensa la ayuda de sus amigos políticos.
Su ex colega de la USAID, el ex emisario especial de George W. Bush en América Latina, Otto Reich, se escandaliza ante la actitud del Senado norteamericano (que lo censuró cuando la administración Bush quiso convertirlo en secretario de Estado para asuntos del hemisferio). En el Wall Street Journal, Reich pide que se modifique el modo de nominación sin precisar qué método aconseja para evitar los «debates políticos».
Sin embargo, para los defensores de John Bolton, esos textos constituyen principalmente una ocasión de recordar su oposición a un sistema internacional que complica la expresión del imperialismo estadounidense. Para Franck Gaffney, los senadores tienen que recordar ante todo que John Bolton es fiel a la política de George W. Bush y que defenderá esa política en la ONU, como lo hizo en el Departamento de Estado. Los ex funcionarios del Departamento de Justicia Eric A. Posner y John C. Yoo van aún más lejos: la misión de Bolton será la destrucción de la ONU. Estiman que esa organización sirve demasiado a menudo de foro político internacional contra la política de Washington y que considera que todos los países son iguales, lo que ellos ven como un crimen de lesa majestad. Bolton debe proclamar ese objetivo fuerte y claro, y dejar de esconderse tras afirmaciones de consenso y políticamente correctas para obtener la aprobación de la Comisión de la Relaciones Exteriores.
Esta ayuda mediática no ha sido suficiente, ya que el Senado decidió posponer su decisión.