En aras de preservar la indispensable unidad de las fuerzas revolucionarias que tomaron parte en la lucha contra la tiranía, Fidel Castro, líder indiscutido de la Revolución, no asumió el primero de enero de 1959 la máxima dirección del país.
Esa responsabilidad fue asignada, a propuesta del Comandante en Jefe del Ejército Rebelde y máximo dirigente del Movimiento 26 de Julio, al doctor Manuel Urrutia Lleó, presidente de la Sala Tercera de lo Penal de la Audiencia de Santiago de Cuba.
¿Por qué Urrutia? El hasta entonces desconocido magistrado había emitido un voto particular absolutorio de los acusados en la Causa 67 de 1956, por la participación en el alzamiento de la oriental ciudad el 30 de noviembre de ese año y a los expedicionarios del Granma capturados días después.
A esa conducta cívica sumaba su pasado sin militancia política reconocida todo lo cual lo convertía en candidato aceptable para la presidencia del país, y en especial para las organizaciones con posiciones más conservadoras.
Con idéntico criterio unitario fue integrado el Consejo de Ministros, donde aparecían figuras de todas las tendencias ideológicas, situación que no tardaría en convertirse en obstáculo para desempeñar sus funciones en interés del indispensable avance socio-económico de la Revolución.
Botón de muestra de esa amalgama es el sujeto nombrado en el cargo de Primer Ministro, José Miró Cardona, con una bien fabricada imagen de hombre inteligente y honesto, a pesar de su inocultable condición de abogado de grandes intereses empresariales y de defensor del asesino del dirigente obrero y comunista Jesús Menéndez.
Del otro lado el pueblo, protagonista del triunfo revolucionario, ansioso y esperanzado, reclamaba las transformaciones políticas, económicas y sociales indispensables para la nación y por las que tanta sangre había derramado.
Transcurridos los primeros 45 días, el natural júbilo por la victoria dio paso a confusiones y desalientos, pues pese a las presiones de las masas, del Ejército Rebelde y de su Comandante en Jefe Fidel Castro, el Gobierno Revolucionario no le imprimía a los cambios esperados el ritmo que una Revolución verdadera debía tener.
El 13 de febrero esta situación hizo crisis. En esa jornada el gabinete renunció en pleno y el Comandante en Jefe del Ejército Rebelde y hasta ese momento Coordinador General entre la institución armada y el gobierno, resultó designado Primer Ministro. El anuncio provocó extraordinarias muestras de alegría popular. El 16, Fidel asumía el cargo.
Visionario, el Jefe de la Revolución expresó entonces: “De cuantas tareas he tenido que realizar en mi vida ninguna la considero tan difícil como esta, ninguna la considero tan preñada de obstáculos, ninguna tan dura de llevar adelante, porque estoy consciente de todas las dificultades, estoy consciente de todos los obstáculos.“
Ese día presidió el Consejo de Ministros, que adoptó cuatro acuerdos, entre ellos, la creación del Instituto Nacional de Ahorro y Viviendas, en sustitución de la desprestigiada Renta de Lotería, y la rebaja del salario de los ministros en un 50 por ciento, como expresión de la voluntad de llevar adelante una política de austeridad y ahorro.
Ante él se encontraban varios retos históricos, entre los que sobresalían enfrentar al imperio y a su aliada, la no menos poderosa oligarquía criolla, que ya enseñaba las garras, y llevar a cabo las transformaciones económicas y sociales indispensables para garantizar la independencia y crear una sociedad de igualdad de oportunidades y justicia para todos.
Hasta entonces en América Latina no existían antecedentes y la joven dirección revolucionaria no contaba con experiencia para transitar un camino desconocido y con tan poderosos enemigos. El reto, como ha confirmado la vida, era enorme pero no imposible.
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