El lº de Mayo de 1886 fue un hermoso día en Chicago. El fuerte viento proveniente del lago, con frecuencia muy inclemente en la primavera, había amainado ese día y había un sol radiante. Era un día calmo en más de un aspecto: las fábricas paradas y vacías, los almacenes cerrados, la calles desiertas, los conductores ociosos, las construcciones detenidas, los corrales estaban silenciosos y ninguna columna de humo surgía de las chimeneas de Chicago. Era un sábado, ordinariamente día de trabajo. Pero multitudes de trabajadores riendo, bromeando, charlando y vestidos de domingo, acompañados de sus esposas e hijos, se reunían para el gran desfile en la Avenida Michigan. Hombres robustos y rudos, ataviados con ropas “de fiesta” pero algo toscas, repetían satisfechos: “Todos salieron de mi casa, hasta el gato”.

Pero el enemigo acechaba desde sitios estratégicos, situados a ambos lados de la ruta que seguiría el desfile y en su calles adyacentes, cientos de policías armados hasta los dientes, agentes especiales y de los cuerpos de represión, buscaban ubicaciones estratégicas listos para “hacer respetar la ley y el orden”.

La policía había ocupado sitios estratégicos en los techos de las casas situadas a lo largo de la avenida, armados y equipados como para una guerra. En las Armerías del Estado estaban acuartelados mil quinientos agentes de la guardia nacional, dispuestos a marchar contra los manifestantes, mientras en un edifico de la zona central estaba reunido el Comité de Ciudadanos, que era el estado mayor que dirigiría la batalla para salvar a Chicago de la “comunista” consigna de la “jornada de las ocho horas”.

Ese día desfilaron unos 340.000 trabajadores en todo el país, de los cuales l90.000 habían plegado a la huelga y en Chicago 80.000 obreros se habían lanzado a la calle. Todos con una consigna precisa: lograr el establecimiento de la jornada laboral de ocho horas.

El 1º de Mayo de 1886 no hubo violencia, no hubo derramamiento de sangre, la policía se desmovilizó y, una vez que desapareció la agitación de la mañana, los diversos grupos de represión se dispersaron y mientras se dirigían a sus domicilios se confundían con los grupos de civiles que habían participado en las manifestaciones, y que, alegres, regresaban a sus casas, mientras el Comité de Ciudadanos, cerebro de la represión, insistía en sus declaraciones de que “se tenia que hacer algo”.

Y claro que lo hizo, el lunes 3 de mayo apaleó despiadadamente a los trabajadores despedidos de la fábrica Mc. Cormick que, en las puertas del establecimiento, quisieron impedir que entraran a trabajar 300 rompehuelgas contratados por los patrones. Los policías se presentaron repentinamente, revólver en mano, y cuando los obreros se retiraban en desbandada, abrieron fuego sobre sus espaldas, matando a hombres y muchachos que corrían, dejando seis muertos como producto de su agresión.

Ante la agresión, los trabajadores decidieron realizar un acto de protesta contra la violencia policial, el martes 4 de mayo, a las ocho de la noche, en la Plaza de Haymarket, que resultó pequeña para albergar a la multitud que asistió. El último orador fue Sam Fieldem y cuando él hablaba fue interrumpido por una alarma general: “la policía”. En efecto, calle abajo, en formación militar, con sus garrotes enarbolados, avanzaban l80 patrulleros, dirigidos por los capitanes Bonfield y Ward. La muchedumbre comenzó a dispersarse a la carrera. El capitán Ward se encaminó al sitio donde hablaba Fieldem y le increpó: “En nombre del Estado de Illinois, ordeno que se disuelva este mitin inmediatamente”. El asombrado Fieldem le contestó con firmeza: “Pero capitán, este es un acto pacífico”. Entonces se produjo un silencio que permitió oír el rumor de las carreras de los asistentes que huían de la violencia policial. Un instante después la oscuridad fue disipada por un enceguecedor relámpago rojo: se oyó el estruendo de una explosión. Alguien había hecho estallar una poderosa bomba. Hubo una terrible confusión y en la oscuridad la policía disparaba sus armas locamente en todas direcciones. Muchos de los que huían tropezaban y caían, otros yacían heridos, la mayoría corría quejándose del bárbaro atropello. La policía, como enloquecida, continuaba pisoteándolos y golpeándolos salvajemente. El balance final dio como saldo un hombre fallecido en el sitio y otros siete mortalmente heridos que expiraron pocos minutos después.

Al día siguiente los patronos de Chicago y de todo el país explotaron en un grito de venganza, los periódicos perdieron todo vestigio de exactitud, veracidad y objetividad. Un gran titular decía: “¡AHORA ES SANGRE!, Una bomba arrojada contra la policía inaugura el trabajo de la muerte”. Y el New York Tribune informaba falsamente: “la multitud parecía enloquecida por un deseo frenético de sangre, disparando descarga tras descarga contra los agentes de policía”.

Aunque desde un principio hubo muchas personas que pensaron que la bomba había sido lanzada por un agente provocador pagado, sin embargo en la mañana del 5 de mayo, al otro día de la masacre, todo el mundo suponía que los oradores que hablaron en la reunión y otros agitadores obreros habían perpetrado el horrible crimen.

La prensa de toda la nación predicaba unánimemente que no importaba si los oradores de la noche anterior: Parsons, Fieldem o Spies habían arrojado o no la bomba. Debían ser juzgados y ahorcados por sus puntos de vista políticos, por sus palabras y por sus actividades en general.

El veredicto fue una simple formalidad, pero el gran momento del juicio llegó el día en que los acusados se irguieron en la Corte para acusar a sus acusadores. Para decir por qué el juez Gary no debía sentenciarlos a muerte, ya que no eran los culpables, sino la sociedad. Ningún periódico fue tan extremadamente conservador como para no admitir que los acusados, al defender a la clase trabajadora desafiando la muerte, impresionaban por su extraordinaria dignidad.

El hombre de letras más prominente de los Estados Unidos , William Dean Howells, escribió para la posteridad: “Nunca los he creído culpables de asesinato, ni de ninguna otra cosa como no sea de sus opiniones, y no creo justo el juicio en que se les declaró culpables. Este caso constituye la injusticia más grande que jamás haya amenazado nuestra fama como Nación”.

En la mañana, El 11 de Noviembre de l887, August Spies, Albert R. Parsons, George Engels y Adolph Fisher, recibieron en sus celdas la visita del Alguacil Matson y sus ayudantes, quienes les amarraron pies y manos y los vistieron con unas mortajas blancas y flotantes. Pocos minutos después fueron ahorcados.

“Al ahorcar a los mártires de Chicago, los magnates dueños de los monopolios de aquel tiempo, dirigían sus golpes no tanto a los hombres que eran sus víctimas ocasionales en el proceso de Haymarket, sino al movimiento que representaban; no a las siete personas procesadas, sino a la fuerza más poderosa de los trabajadores organizados de todo el país. Era al movimiento sindical en general y a los Caballeros del Trabajo en particular, a quienes los capitalistas estaban dispuestos a aplastar”.