Gran parte de la propaganda del neoliberalismo se ha basado en proclamar ese súbito bienestar que se habría logrado bajo los «Chicago boys» y Milton Friedman, recién fallecido, y ello habría elevado a Chile hacia una prosperidad ilimitada.

El otro embuste es que Pinochet impidió que el marxismo leninismo se apoderara de Chile.

También afirman que extrajo al país austral del desorden público, el caos institucional y el desconcierto político.

Aunque Salvador Allende conocía, desde luego, como todo hombre culto, los escritos de Marx, nunca proclamó que pretendía socializar a Chile. Trató de mantenerse dentro de los parámetros de la democracia burguesa sin saltar etapas, solamente pretendía elevar el nivel de vida de las clases desposeídas. Él llamo a su programa de gobierno «la vía chilena hacia el socialismo».

Los desórdenes ocurridos durante la Unidad Popular fueron instigados por la derecha, por periódicos pro fascistas como El Mercurio, por Radio Presidente Balmaceda, de los empresarios Braun Menéndez, ex propietarios de las inmensas haciendas ganaderas de Magallanes expropiadas por Allende, por la revista Ercilla, por organizaciones subversivas como Patria y Libertad, financiadas por la CIA, por la Sociedad de Fomento Fabril, por la Confederación del Comercio, o sea, la insurrección de la burguesía.

La Unidad Popular dividió algunas empresas que serían propiedad del Estado y otras, mixtas, donde intervendría el inversionista privado conjuntamente con la participación gubernamental. Para ello era indispensable nacionalizar algunos recursos naturales.

Se realizó la reforma agraria en un país donde tres mil familias poseían el ochenta por ciento de la tierra y el veinticinco por ciento de la población era campesina.

Las compañías Kennecot y Anaconda se beneficiaban con las minas de cobre, de las cuales extraían doscientos millones de dólares de utilidad cada año. Braden y Guggenheim eran dueños de los yacimientos de El Teniente y entregaban a la nación chilena, en impuestos, la ridícula suma del 0.8 % de sus ganancias.

Tras el golpe de estado Pinochet devolvió las minas a los monopolios norteamericanos, con su privatización del cobre, y restituyó las tierras a los latifundistas. Entregó el país a grupos financieros y en consecuencia se produjo la pauperización creciente de las clases trabajadoras que fueron privadas de su derecho a la organización sindical y los contratos de trabajo.

Pinochet se benefició con el aumento de los precios del cobre que ascendieron seis veces el valor que tuvieron en tiempo de Allende. No se produjo un desarrollo endógeno porque bajo su dictadura existió un diez por ciento de desempleo endémico, un veintisiete por ciento de pobreza urbana y un siete por ciento de indigencia. La economía chilena se basó en una alta tasa de desempleo con bajos salarios. La clase obrera no tuvo derecho a la huelga.

La clase media disfrutó de una artificial bienandanza basada en el crédito de consumo que la sumió en un elevado endeudamiento. La abundante oferta de dinero del sector financiero-comercial creó esa abundancia artificial. Chile se ligó a la burbuja ficticia de la economía estadounidense con su modelo dependiente y exportador. Contentos y con una flor en el ojal pero con los bolsillos rotos.

Chile aparece como la sexta economía de América Latina, según el Fondo Monetario Internacional (FMI), mientras la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) lo presenta como el único país regional donde el ingreso per cápita creció 3% entre 1980 y 2002, una gran propaganda para el modelo económico neoconservador que impera desde la dictadura militar.

Los indicadores macroeconómicos ocultan que el crecimiento caminó de la mano de una economía vendedora de recursos naturales sin valor agregado que no generó nuevas fuentes de trabajo, ni tampoco un bienestar notorio para toda la sociedad.

Los negocios de los medianos empresarios mejoraron en la cúpula de la clase exportadora con la apertura comercial del Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos, atados al destino económico del país del norte. Pero eso no quiere decir que haya ocurrido un desarrollo homogéneo. Las lujosas boutiques de Providencia y Vitacura no significan que exista un extendido bienestar popular. Las villa-miseria proliferan por todo el país.

En la Plaza de Armas, en la Alameda y en la Plaza de Italia el pueblo chileno desbordado festejó la desaparición del déspota que lo oprimió. Se descorcharon botellas de champán y el regocijo se advirtió en cada rostro.

Cánticos, pancartas y banderas señalaron el júbilo nacional. Esa alegría compartida nos dio una idea del intenso dolor que infundió en su pueblo este miserable autócrata que acaba de morir.

Un pequeño grupo de niñas fresa y damas de postín lloraron ante el hospital donde falleció.

Muchos lamentaban que haya dejado este mundo sin ser condenado por sus numerosos crímenes, al menos una censura moral debió haber señalado su expediente.

El nieto de Pinochet realizó una apología de su sanguinario abuelo ante su sarcófago, pero el nieto del asesinado General Prats expresó mejor el sentir del pueblo chileno cuando escupió en el féretro del aborrecido tirano.